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1ª Edición / 183 págs. / Rústica / Castellano / Libro
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El rasgo que caracteriza al Estado y lo distingue de otros mecanismos de control social es el establecimiento de sanciones de carácter institucionalizado. El hecho de contravenir los usos sociales, como no saludar al entrar en un establecimiento, puede comportar un rechazo a través de la presión de un grupo de personas; actuar de manera contraria a la moral, como no ayudar al amigo que lo necesita, nos puede provocar remordimientos de conciencia; pero quien realice acciones delictivas se expone a recibir un castigo, regulado y aplicado por instituciones públicas, que recibe el nombre de pena. Toda sociedad que imponga este tipo de castigos tiene que justificarlos, dado que suponen la acción del Estado a la hora de originar de manera intencionada un perjuicio. Es esa ?intrínseca brutalidad? de la que habla Luigi Ferrajoli y de la que el derecho penal no consigue desprenderse, a pesar de que vayan aumentando las garantías y los límites (Ferrajoli, 1989: XV). Cuando se daña intencionadamente a una persona se está cometiendo, en principio, un acto moralmente incorrecto. Es decir, lo es a menos que haya alguna razón satisfactoria para hacerlo. Si esto es así, entonces la pregunta que hay que formular es: ¿hay buenas razones de carácter general para justificar el castigo institucionalizado?