¿Aún no tienes una cuenta? Crea una ahora y accede a tus listas favoritas, tu histórico de cuentas y muchas más cosas...
Pedidos y atención al cliente
TLF: +56233217150 / E-mail: [email protected]
Acabo de releer el libro de Aldous Huxley, La filosofía perenne, el conocido autor de novelas como Contrapunto, Un mundo feliz, Viejo muere el cisne y del ensayo fundamental de los pacifistas de los años 30 y 40 El fin y los medios. Se trata de un libro intempestivo, inactual, cuya lectura debe provocar incomodidad tanto en las filas del conservadurismo más o menos fundamentalista, como en las del progresismo marxista o no marxista. El íntimo amigo del poeta W. Auden, Christopher Isherwood, antes de integrarse en las filosofías del yoga, del hinduismo o del vedanta, antes de participar a su manera en la filosofía perenne, escribió acerca del extremo rechazo que le provocaban todos esos temas orientales, de lo lamentable que le parecía que gente como Huxley se hubiera dejado impresionar por semejantes tonterías, lo cual se explicaba únicamente por el hecho de que era típico que a esos "hiperintelectuales los pillaran desprevenidos y que sus emociones los llevaran por mal camino" (en Mi gurú y su discípulo, Muchnik Editores, p. 15). Lo que le ocurrió desde un punto de vista espiritual a Isherwood en cuanto se acercó ligeramente a esos "temas orientales" lo puede comprobar el lector en el libro de sus memorias que acabo de citar entre paréntesis. Pero a lo que iba: el actual conflicto de las humanidades, la culminación del desplazamiento teológico e institucional hacia "tecnológico", el progresivo arrinconamiento de materias como la filosofía o la literatura en los diferentes niveles de la enseñanza, la reducción a mercancía chata de cualquier cosa (incluido el revival de las distintas formas de nuevas religiones y de new age, especialmente en los EEUU, así como la moda naturista), la repetición de los recientes gestos genocidas en los Balcanes, de las hambrunas del "tercer mundo", de los asomos de autoritarismos nazis (Austria), etc., todo ello junto convierte al libro de Aldous Huxley, La filosofía perenne, en un libro esencial que tiene mucho que decirnos al respecto de esa amplia problemática. Es un ensayo en el que el escritor inglés habla y deja hablar a muchos otros autores mediante citas constantes y comentarios. Sus fuentes son: Shankara, Kabir, San Bernardo, Eckhart, Santa Catalina de Génova, la teología cuáquera, San Juan de la Cruz, El Bhagavad Gita, Sen T’sen, Filón, Jalal-uddin Rumi, Aurobindo, William Law, Santa Teresa de Jesús, Chuang Tse, Lao Tse, San Agustín, San Francisco de Sales, y un largo etcétera de cuya identidad y perfil son una buena muestra los nombres citados. ¿Cuál es el punto de partida de lo que Huxley llama "filosofía perenne"? El siguiente: la constatación de que en las diferentes religiones y aproximaciones espirituales que en el mundo han sido, son y probablemente serán, hay en medio de las diferencias un común denominador, una especie de unitas multiplex (por decirlo paradójicamente en clave hegeliano-derridiana): todas reconocen que en el mundo de las cosas, en las vidas y en las mentes existe una Realidad Divina, una Base común inmemorial, trascendental y ajena al tiempo, una Luz Interior de la que dice Eckhart que está más allá de la carne y que permanece idéntica a sí misma más allá de la oposición misma de la identidad y la diferencia, sin forma y sin nombre. Todas reconocen, asimismo, unas estrategias y prácticas comunes, unos comportamientos éticos, unas actitudes que permiten a los hombres y a las mujeres dejar que esa divinidad, esa luz interior, se revele en ellos, y tomar conciencia de ello. A esa Realidad Divina se la denominará Dios, Tao, Ser, Naturaleza de Buda, Amado, Yo Superior, Fuerza, Brahm, Vacío; las estrategias hablarán de meditación, oración, penitencia, silencio, recogimiento, pero en todo ello la filosofía perenne encontrará lo que Ken Wilber ha denominado "Un Solo Sabor". Ciertamente, de la Luz Interior no puede haber un conocimiento teórico, sino directo, experiencia ésta que está más allá de los hábitos de la percepción y de la repetición, de ahí que se trate de una experiencia fundamentalmente mística y, por ello mismo, no fácilmente accesible. En la filosofía perenne se parte del supuesto, presente en los Upanishads, en el Budismo, en Platón, Plotino, Eckhart y el cristianismo entre otros muchos, según el que el ser humano sufre un olvido de esa Luz interior, olvido que como en Heidegger forma parte de una necesidad histórica que pertenece a la estructura misma de ese ser humano, o mejor aún del Dasein. Como escribe Dionisio el Aeropagita (otra de las fuentes de Huxley en su caracterización de la filosofía perenne): "Los simples, absolutos e inmutables misterios de la Verdad divina están ocultos en la luminosísima tiniebla de ese silencio que revela en secreto". Una de las cuestiones fundamentales que plantea Huxley nos afecta muy directamente: el olvido de esa Luz interior, el olvido de la divinidad que mora en el hombre y nuestra consiguiente identificación con nuestro yo psíquico y corporal, es catastrófica porque conduce a una desacralización de toda la naturaleza. A rebujo de esa desacralización el hombre se siente libre de maltratar todas las otredades, sean éstas él mismo, sus prójimos individuales (mediante codicia, envidia, orgullo, ira y violencia psico-física final sobre hombres, mujeres o niños), colectivos (guerras, genocidios, indiferencia ante el dolor ajeno, represión de minorías, simonías, esclavismo, etc.), o bien pertenecientes a la flora y la fauna (extinción de especies, contaminación, deforestaciones, y un largo etcétera bien conocido por todos). Síntoma de esa pérdida de contacto del yo psíquico-corporal con el espiritual es precisamente la forma en que se ha utilizado y se sigue utilizando la idea de la Luz interior o Dios: el conservadurismo se apropia de él para la práctica de un fundamentalismo represor, para convertirlo en un falocéntrico padre autoritario, para en su nombre formar institucionalmente cuadros de poder (aquí sabemos mucho de esto); el progresismo, por lo menos desde el siglo XVIII, entendió que Dios no existía más que como símbolo de cabeza del capitalismo, el cual lo ha hipostasiado con el fin de poder gobernar a la clase obrera, y atontarla con el opio de los pueblos. En la historia de España esta segunda óptica está plenamente justificada, si bien ello ha actuado y actúa como impedimento para reconocer la "otra" divinidad. Hay una posición más intermedia, aunque no por eso menos sintomática, para la cual Dios es una actitud humana, una fantasía, una superstición creada para que la gente se sienta mejor ante lo desconocido e inexplicable (un cierto psicoanálisis popularizó esta interpretación). Estas actitudes ante lo divino han conducido, según Huxley, a una filosofía en la que se toma muy en serior el tiempo material y en la que, por ello, se justifica una ilimitada violencia bien para defender el pasado fundamental, bien para apostar por un futuro revolucionario. Se trata de los filósofos del tiempo. Dice Huxley: "De los anales de la historia parece surgir con abundante claridad que la mayoría de religiones y filosofías que toman el tiempo demasiado en serio están relacionados con teorías políticas que inculcan y justifican el uso de la violencia en gran escala" (véase p. 239). Toda filosofía del tiempo lleva aparejada en alto grado una marcada forma de autoritarismo e intolerancia. Sin embrago, frente, junto, por encima o por debajo de esa filosofía del tiempo, hay una filosofía de la eternidad, la cual asegura que el bien final no debe buscarse ni en el apocalipsis progresista del revolucionario ni en el pasado redivivo y perpeatuado del reaccionario, sino en un eterno y divino ahora fuera del tiempo material para cuya experiencia el hombre debe anihilar su yo psíquico-corporal. Una filosofía de la eternidad admite la existencia comprobable de la Luz interior, que se halla fuera de los esquemas causales del espacio-tiempo, y por ello implica una política tolerante y no violenta. Como esa divinidad habita en toda la naturaleza, toda violencia ejercida sobre mujeres, hombres, animales y plantas, es ante todo una rebelión sacrílega contra el orden divino. Cuando una religión como la cristiana, devenida catolicismo, empieza a preocuparse demasiado por las obras del tiempo y olvida su esencialidad pneumática y mística, entonces se convierte en filosofía del tiempo y perpetra atrocidades socio-políticas. Llama mucho la atención que el hecho de la fe perseguidora no haya ocurrido en el hinduismo y en el budismo. Como resultado de todo lo expuesto, parece urgente (tan urgente como improbable) que el hombre tome conciencia de la divinidad que habita en su interior y en el interior del resto de la naturaleza. O, por lo menos, parece urgente que su ética parta de la hipótesis de la existencia de esa Luz interior. Para ello es necesaria la muerte del yo individuado, una muerte del sujeto (expresión que entre Huxley, Heidegger, el estructuralismo y Derrida, adquiere un barniz irónico), en la que resplandezca la unidad en la Luz interior de toda la naturaleza. Y aviso para navegantes: el lector encontrará en el libro de Huxley y sobre todo en sus fuentes (y en otras que no cita aunque conocía bien: Krishnamurti por ejemplo), los medios y los comentarios relativos a la muerte del yo individuado, lo cual nada significa de represión de la sexualidad y de goces del cuerpo. Pero que no se crea que nos hallamos ante el tan de moda renacimiento del naturismo, orientalismo mesiánico y té verde (que por lo demás está muy bueno). La cosa no va de orientalismo, sino de filosofía perenne, de lo que de común (unitas multiplex) hay en el orientalismo y en el occidentalismo a propósito de la divinidad. Lo que sí ocurre es que, en estos momentos históricos, la hipótesis mencionada es una invitación al trabajo y al análisis. Por Manuel Asensi |