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Cuenta W. G. Sebald, en su libro Vértigo, que cuando Stendhal volvió a pasar por el campo de Marengo, un mes después de transcurrida la batalla, le sobrecogió descubrir los cuerpos y las osamentas de los 16.000 hombres y los 4.000 caballos que allí habían muerto. Lo que más le estremeció fue constatar la desproporción existente entre su recuerdo y la ruda realidad que se le mostraba: "La diferencia entre las imágenes de la batalla que tenía en su cabeza y la imagen que, como prueba de que la batalla había acontecido en realidad, veía en estos momentos desplegada ante sí, le producía una sensación de ira semejante al vértigo". Sebald, autor de Los emigrados, un excelente libro que lo consagró como uno de los mejores escritores en lengua alemana (aunque escriba desde un pueblecito de Inglaterra), guarda en sus puntos de vista sobre la humanidad una tristeza que ha sido comparada con la del misántropo Thomas Bernhard. A Sebald le interesa Stendhal porque como él es un emigrante, un solitario, un desdichado que se emociona -y no hay lágrimas más sinceras que las de quien se emociona sólo- ante Cimarosa y Rafael. Stendhal recomendaba no comprar grabados ni reproducciones de las obras más apreciadas, porque -según narra Sebald- "un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no podía acordarse de la maravillosa Madona de san Sisto que había visto en Dresde, ya que había quedado revestida por el grabado de Müller". Es bella esta idea de que un recuerdo entrañable se ve adulterado por la ilustración que de ella hemos adquirido. En realidad, la memoria es dúctil y muy débil frente a las anécdotas. Recordamos los días pasados por las viejas fotografías, y a su vez estas imágenes entrañables configuran y desvirtúan poco a poco nuestro pasado. Incluso cualquier souvenir, cualquier objeto recogido con íntimo ánimo fetichista, contribuye a destruir en cierta manera la pureza del recuerdo. Ernst Jünger, en Radiaciones, explica su visita al cementerio del Père-Lachaise. Allí inesperadamente descubre la tumba del entomólogo francés Latreille y, como fiel tributo del coleopterólogo amateur, deja sobre ella una flor. "Al cortarla", escribe Jünger, "ha caído de su cáliz a mi mano, como recompensa, un pequeño gorgojo que faltaba en mi colección". Aquel insignificante gorgojo -que completa su colección de escarabajos- parasita la imagen del Père-Lachaise del oficial alemán. Ocupa, como diría Stendhal, todo (o casi todo) el espacio de aquel recuerdo. Cuando las tropas norteamericanas tomaron los campamentos terroristas que se encuentran en las proximidades de Jalalabad, y registraron las dependencias personales de Osama Bin Laden, hallaron el libro Un niño de Thomas Bernhard. En la rueda de prensa, George W. Bush indicó que en dicho libro había el siguiente párrafo subrayado, que transcribo en su totalidad: "Los anarquistas son la sal de la tierra, decía una y otra vez. Me fascinaba también aquella frase, era una de sus frases habituales, cuyo sentido total, lo que quiere decir completo, como es natural, sólo pude comprender poco a poco. El puente del ferrocarril sobre el Traum, hacia el que yo levantaba los ojos como si fuera la mayor de todas mis cosas colosales, algo, como es natural, mucho más colosal que Dios, con el que nunca en mi vida he sabido qué hacer, era para mí lo más alto. Y precisamente por ello había especulado siempre cómo hacer que se hundiera esa cosa más alta. Mi abuelo me había mostrado todas las posibilidades de hacer que se hundiera el puente. Con explosivos se podía aniquilar todo, si se quería. En teoría todos los días lo aniquilo todo, comprendes, decía. En teoría era posible, todos los días y en todo momento en que se deseara, destruirlo todo, hacer que se hundiera, borrarlo. Esos pensamientos los consideraba él los más grandiosos. Yo mismo hice mío ese pensamiento y juego durante toda mi vida con él. Mataré cuando quiera, hundiré cuando quiera. Aniquilaré cuando quiera". Quizá sea cierto que Osama Bin Laden leyó y subrayó aquel libro de Thomas Bernhard, y no se trate de una nueva invención de los servicios secretos americanos. Si fue así, Bin Laden llevó la teoría del abuelo de Bernhard a la práctica. Pero si Bernhard caminase ahora por lo que queda del World Trade Center, sin duda le sobrecogería profundamente la visión de los restos de miles de cuerpos humanos. Como Stendhal en Marengo, sentiría algo parecido al vértigo. Thomas Bernhard -el enemigo del hombre, como lo ha calificado algún crítico- sentiría una sensación de ira y de enorme tristeza al ver llevados a cabo los grandiosos pensamientos de su abuelo. Y es que con las grandes palabras ocurre algo parecido a lo que Stendhal refería de los viejos grabados: ocupan -o enmascaran- la verdadera imagen de las cosas. Y una vez asimiladas, nos impiden recordar su verdadero y único significado. P. S.- Una vez redactado este artículo, he sabido de la muerte de W. G. Sebald, en un accidente de tráfico en Norwich (Inglaterra). Valgan estas líneas como sentido homenaje a tan brillante escritor. |