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Shoelandia es, por lo que me contó su embajador, una pequeña y desconocida ex colonia del Imperio Británico situada en un remoto y paradisíaco lugar. De entre las muchas peculiaridades que le dan su proverbial encanto, la más destacada es la importancia que allí conceden a los zapatos. Conforme a cierta ancestral tradición los zapatos son, en aquel país, un signo de la identidad nacional y no se concibe un buen ciudadano sin unos buenos zapatos; consecuentemente, la zapatería se ha convertido en la primera industria nacional. Puesto que Shoelandia es un país fuertemente igualatorio, la primera manifestación de la importancia del calzado se produce en la escuela. Todos los escolares, en cada curso, tienen que utilizar el calzado apropiado, de elegante diseño y gran calidad, que es decidido por la junta escolar y obligatoriamente adquirido por las familias para uso de sus vástagos. Durante algún tiempo, el precio del calzado escolar estuvo intervenido por la Administración pero, hace algunos años, la Unión General de Fabricantes de Calzado consiguió que se liberalizara el sector. Hoy la única aportación de la Administración consiste en ayudas parciales a las familias más necesitadas para la adquisición del calzado escolar. Es difícil que el calzado pase de unos hermanos a otros, pues lo más frecuente es que las juntas escolares cambien cada año el modelo a utilizar, buscando siempre más elegante y la mejor calidad. La importancia social del calzado y su deseable y constantemente mejorada calidad requieren, por otra parte, un amplio sistema de distribución mediante zapaterías de barrio a través de las que el calzado de calidad se hace disponible para cualquier ciudadano. Claro es que, para mantener una red tan amplia y especialidad, la ley concede cierta protección al sector. Consiste esta protección en que el calzado lleva el precio de fábrica fijado en la media suela y está prohibido cualquier tipo de descuento sobre el "precio de media suela", lo que garantiza que cualquier zapatería - que operan con un margen entre el 25% y el 40% según el tipo de zapato- pueda subsistir normalmente sin verse amenazada por los grandes almacenes o la venta por correo. El embajador me aseguró que el sistema era cabalmente perfecto y que no existía ninguna alternativa que pudiese garantizar la calidad del calzado, que tanta importancia revestía para los ciudadanos de Shoelandia. "Es cierto", me reconoció, "que hay grandes presiones a favor de una liberalización, sobre todo por parte de las multinacionales de la fabricación y de la distribución. Pero si aceptáramos suprimir el precio de media suela , los grandes centros de distribución se dedicarían a rebajar los precios y hundirían a las zapaterías de barrio; como los grandes distribuidores sólo buscan el beneficio, promocionarían intensamente el calzado de baja calidad y hundirían a nuestros diseñadores y fabricantes; en muy poco tiempo acabarían con nuestra cultura". Intenté argumentarle que quizá la propia preferencia de los ciudadanos por el calzado de calidad, sostenida por su gran tradición nacional, fuese suficiente para mantener una demanda que generaría una oferta acorde, y que los grandes distribuidores utilizarían a los mismos diseñadores y fabricantes, si bien los precios alcanzarían un cierto equilibrio de mercado. El embajador me explicó con firme convicción que todas esas posibilidades se habían estudiado y discutido una y otra vez, llegando siempre a la misma conclusión: sólo el precio puede garantizar la subsistencia de un sector de distribución especializado, extenso y popular; sólo un sector de distribución especializado con vocación por el calzado y con una cultura adecuada, puede garantizar la subsistencia de una industria del calzado de elevada calidad y mejor gusto; y sólo esta industria puede garantizar la subsistencia de la identidad nacional. "Mire usted", señaló amablemente el embajador, "en cuestión de zapatos, nosotros no tratamos a la gente como consumidores, sino como ciudadanos. El zapato no es una mercancía. No se trata, pues, de una cuestión de consumo, sino de pedagogía. Por eso hemos apostado por la calidad". Todavía me atreví a preguntarle si, en el fondo, no estaban manteniendo los intereses de los tres o cuatro grandes fabricantes de calzado que dominan allí el noventa por ciento del mercado -según él mismo me había contado- y si, en el fondo, todo el tinglado de precio de "media suela" no obedecía a otro propósito que mantener el precio de los zapatos escolares en un mercado que me atrevía a calificar de "cautivo". En este punto noté que el embajador mudaba el gesto y me miraba con franca indignación. Con frialdad, me repuso: "No se empeñe usted en ver est con ojos mercantiles. Aquí hay muchas más cosas en juego. Si permitimos que las grandes multinacionales de la producción y la distribución se hagan con nuestro mercado, todo el mundo acabará usando zapatillas deportivas". Convenciendo sólo a medias de los argumentos del embajador traté de ver la cuestión bajo otro punto de vista. Puede que el mercado sea un buen sistema para fijar los precios de las naranjas, las sardinas o las corbatas, de los coches o de las proyecciones cinematográficas pero puede que no sea el mecanismo adecuado para fijar los precios de bienes que requieren una particular calidad y tienen una singular función social. Recordé haber estudiado hace tiempo que los llamados " bienes públicos " han de quedar fuera del mercado y pensé que quizá en Shoelandia los zapatos tenían esta condición. Y entonces fue cuando metí definitivamente la pata. Miré al embajador y le formulé mi última pregunta: "¿Por qué no aplican ustedes el mismo sistema, por ejemplo, a los libros?". El embajador, esta vez, no se contuvo. Se puso rojo, alzó las cejas y, prácticamente gritando, me dijo: "¡¡ No pretenderá usted comparar un zapato con un libro ¡!" Liborio L. Hierro es profesor titular de Filosofía del Derecho. Fue subsecretario de Justicia y presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia. |