¿Aún no tienes una cuenta? Crea una ahora y accede a tus listas favoritas, tu histórico de cuentas y muchas más cosas...
Pedidos y atención al cliente
TLF: 3507192272 / FAX: 963 615 480
Es habitual al comentar la situación de la Administración de Justicia en nuestro país constatar las serias y graves deficiencias de funcionamiento que tiene. Y este es también el punto de partida del libro recientemente publicado por Juan Carlos Campo Moreno, doctor en Derecho, magistrado, exDirector General de Relaciones con la Administración de Justicia de la Comunidad Autónoma de Andalucía y, en la actualidad, vocal del Consejo General del Poder Judicial.
El autor sin embargo, más allá de esta inicial constatación, no se detiene en la mera constatación e intenta, en lo que bien puede ser considerado como una larga introducción al tema central del libro, profundizar en los perfiles, detalles y causas de este serio problema que tiene planteado nuestro Estado de derecho. Emplea para ello, probablemente fruto de su ya larga y, sobre todo, diversificada relación profesional con el mundo de la Justicia, un método que yo calificaría como calidoscópico. El autor, en vez de ofrecer una imagen estática y desde un único plano de nuestra Administración de Justicia, ofrece al lector una superposición de diversas visiones o perspectivas sobre esta cuestión. Y así, tras examinar la situación de la Justicia atendiendo de un lado a los datos que ofrecen las bases de datos y la Memoria del año 2003 del Consejo General del Poder Judicial, y de otro a la evolución del presupuesto de gastos del sector público en Justicia en los últimos ejercicios, los denominados “costes de la Justicia” (Santos Pastor), pasa revista a la visión que de la prestación de este servicio público han ofrecido recientemente hasta cinco sectores profesionales o sociales implicados o interesados en esta cuestión: los usuarios de la Justicia, los Abogados, los Procuradores, los ciudadanos quejosos de su funcionamiento, el Defensor del Pueblo y los Jueces y Magistrados.
El resultado es que el lector, a lo largo de cerca de cien páginas ilustradas con numerosos datos y cuadros estadísticos, asiste a una sucesión de visiones diversas del problema, visiones en las que, al igual que en un calidoscopio, las mismas piezas se combinan y asocian de modo diverso sobre la base de un telón de fondo común, una actitud en líneas generales crítica ante el funcionamiento de nuestra Administración de Justicia. El autor logra así una aproximación provocadora, plural y, sobre todo, dinámica a este grave y preocupante problema de nuestro país: la deficiente (en cuanto poco eficaz) prestación que nuestras instituciones públicas ofrecen del servicio público Administración de Justicia.
Pero además, esa sucesiva combinación/yuxtaposición de aproximaciones a la situación de la Administración de Justicia desde planteamientos muy diversos, tiene la virtud de que, a la par que permite captar mejor la grave dimensión del problema, relativiza de los estereotipos al uso a la hora de abordar esta cuestión. Porque no es cierto (al menos en mi opinión) como con frecuencia se afirma, que “la reforma de la Justicia sea la gran tarea pendiente del régimen constitucional” o que “la Justicia es la cenicienta siempre olvidada de nuestro sistema institucional democrático dada su sistemática carencia de medios”. En los casi treinta años de régimen democrático ha habido numerosos impulsos modernizadores del Poder Judicial; sin duda el de mayor calado, aunque no el único, el que desplegó el Ministerio Ledesma a mediados de los años 80 con la elaboración y aprobación de la LOPJ y el establecimiento de una nueva planta judicial. Y aunque el gasto público en Justicia sigue siendo algo inferior al de algunos de los países de nuestro entorno y todavía sigue resultando insuficiente, no se puede negar que en los últimos veinticinco años se han dado importantes pasos adelante.
El problema, como bien advierte J.C. Campo, no está ahí, o no está exclusivamente ahí. En el curso de los cerca de treinta años de régimen constitucional la demanda y la satisfacción del derecho a obtener la tutela de nuestros derechos por Juzgados y Tribunales ha evolucionado radicalmente. En España los ciudadanos han tomado conciencia de su condición de tales, esto es, de ser titulares de derechos, en consonancia con ello la cifra anual de asuntos que ingresan en la Administración de Justicia ha alcanzado niveles inimaginables hace poco (para verlo comparativamente: en el año 1994 los asuntos ingresados en los Juzgados y Tribunales de nuestro país no llegaron a los 5.200.000; en el año 2003 superaron los 7.300.000), el ordenamiento ha alcanzado una complejidad (complejidad del derecho estatal, pero complejidad también por la necesidad de articularse con el derecho comunitario y con diecisiete ordenamientos autonómicos) y extensión impensables hace treinta años, y el papel y significado del juez se ha visto irremediablemente (y quien sabe si tristemente) redimensionado al haberse liberado de los rigores del principio de legalidad, esto es, se ha transformado y alcanzado una importancia tal, que no ha faltado quien ha visto en ello una cierta suplantación del papel del legislador. En este contexto, como señala J.C. Campo, “las causas [de la deficiente situación actual de la Justicia en nuestro país] son complejas, pero estamos en condiciones de afirmar que el aumento sistemático de todos los parámetros que inciden en la Administración de Justicia (más jueces, más fiscales, más órganos …) servirá para que la situación no empeore, pero dista mucho de ser el único cauce de resolución del problema”.
Es ciertamente difícil a la luz de tal diagnóstico proponer recetas para resolver tan compleja cuestión. El autor tampoco intenta ofrecer una solución global al cúmulo de problemas y deficiencias que aquejan hoy a nuestra Administración de Justicia. Más moderadamente se limita a apuntar hacia donde deben ir las cosas: “Es precisa una redefinición del modelo mismo que nos permita abordar la Justicia del siglo XXI en términos de modernidad, agilidad, flexibilidad y seguridad jurídica”, redefinición que, en opinión de J.C. Campo, pasa por una mayor proyección en la misma de la organización territorial del poder que diseñara el constituyente para el poder más genuinamente político, el denominado Estado de las Autonomías.
Tres son los campos principales en los que el autor entiende que se debe concretar al reconstrucción del modelo: la redefinición del papel de los Tribunales Superiores de Justicia, el gobierno del Poder Judicial y la ampliación de la capacidad de gestión de las CCAA en materia de administración de la Administración de Justicia (en particular en recursos humanos).
Aunque no explicitado, late así en lo que constituye el objeto central del libro, “El estado autonómico, también en justicia”, una idea que comparto plenamente y que condiciona las posibilidades de una eventual remodelación de la organización judicial a la luz del principio autonómico. Si en el ámbito de la organización de los poderes más inmediatamente políticos la descentralización territorial del poder tiene su fundamento en vocaciones de autogobierno ya históricas, ya recientes, y solo subsidiariamente obedecen a las exigencias que impone una racionalización del poder estatal más acorde con la realidad y las necesidades del siglo XXI, en el terreno de la organización judicial sucede exactamente lo contrario. Son las necesidades mismas de que el sistema sea operativo y eficaz, las que en primer término aconsejan un nuevo modelo de organización del Administración de Justicia más adecuado al principio autonómico en el triple terreno de la jurisdicción, el gobierno y la administración del Poder Judicial.
O dicho en otros términos, es absolutamente cierto que el constituyente de 1978 ni pensó ni llevó a cabo una “federalización” del Poder Judicial en nuestro país como si sucedió en otras parcelas del Estado. Más moderadamente fijó unos límites a la descentralización territorial del Poder Judicial: creación de un Tribunal Supremo con competencia en toda España, único y superior en su orden, principio de unidad jurisdiccional, responsabilidad última y suprema de un órgano estatal -el Consejo General del Poder Judicial- en el gobierno de este tercer poder del Estado, competencia exclusiva del Estado en la Administración de Justicia, etc. Pero tampoco puede decirse que el constituyente fuera enteramente ajeno al modelo autonómico de organización del Estado en el diseño constitucional del Poder Judicial: el artículo 152.1, que se ocupa del diseño institucional de las CCAA, amén de crear los Tribunales Superiores de Justicia está lleno de guiños a las posibilidades de intervención del poder autonómico en la organización judicial.
El libro de J. C. Campo, en el inexcusable proceso de modernización de la Justicia que tiene que llevarse a cabo, intenta encontrar el punto de equilibrio entre ese Scilla y ese Caribdis, entre las posibilidades y los límites para que el Estado autonómico, también se proyecte en la Justicia.
Luis Aguiar de Luque
Catedrático de Derecho Constitucional