PLURALISMO INFORMATIVO Y CONSTITUCIÓN

El poder de los medios de comunicación en el umbral del tercer milenio constituye una asignatura constitucional pendiente. Siendo el pluralismo informativo un valor constitucional, su protección se residencia, supuestamente, en garantías clásicas inherentes al estatuto del profesional de la informacion y en la diversidad las de medios de comunicación. Hoy, sin embargo, una comunicación democrática exige, además, preservar el control y acceso a los medios de comunicación, establecer reglas anticoncentración multimediática y crear órganos independientes de garantía del pluralismo informativo interno y externo.

Durante las últimas décadas - y con el transcurrir del tiempo con mayor intensidad - se ha generalizado un grito de insatisfacción , que protagonizan tanto científicos de la Política o del Derecho como responsables políticos o los mismos profesionales de la información, y que afecta al estatuto constitucional de los medios de comunicación.

Dos siglos de constitucionalismo han permitido transformar en una conquista histórica el efectivo ejercicio de las libertades de expresión e información de los profesionales de la comunicación. Resulta comúnmente aceptado e incuestionado que el ejercicio del derecho a informar exige otorgar a los periodistas un estatuto jurídico que garantice dicha actividad en tanto piedra basilar de la construcción de un estatuto constitucional democrático de los medios de comunicación. Sin garantizar un ejercicio libre de la profesión periodística poco o ningún sentido adquiere pretender profundizar en las necesidades contemporáneas de la comunicación democrática. Afortunadamente, esas garantías de la prensa libre existen y nadie las cuestiona. La dimensión subjetiva e individual del derecho a informar de los periodistas encuentra pacífico acomodo en todos los ordenamientos constitucionales de nuestro entorno y, en particular, en el español.

El art. 20 CE refleja la expresión más acabada, de entre los textos constitucionales contemporáneos, de la construcción liberal de la libertad de información entendida como libertad del periodista en la acción informativa. Y no, necesariamente, por proclamar el reconocimiento y protección del derecho a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión (lo que resulta predicable tanto de los periodistas como del resto de ciudadanos y tanto de los medios de comunicación social como de cualquier otro medio de difusión) sino, muy especialmente, por rodear el ejercicio de tal derecho de un elenco de garantías que o son predicables exclusivamente de los periodistas o a ellos van básicamente destinadas: el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional o la prohibición de censura previa y de secuestro administrativo del medio de información. No resulta extraño, por lo demás, que el constituyente español de 1978, con un alto grado de consenso, articulara un tan notable haz de instrumentos garantizadores de la acción periodística si tenemos en cuenta que en ésta, tras las restricciones de la dictadura, se depositaba buena parte de la confianza en la construcción del emergente régimen democrático.

La experiencia de estos veinte últimos años demuestra que las garantías otorgadas por el texto constitucional al estatuto del profesional de la información han contribuido a maximizar el ejercicio de su función. La tardía regulación legislativa de alguna de estas garantías (por ejemplo, la cláusula de conciencia), o la ausencia de marco legislativo específico (como es el caso del secreto profesional), no ha impedido que los poderes públicos, asentados velozmente sobre bases culturales netamente democráticas, hayan preservado, con pulcritud, un ejercicio de la actividad periodística no sólo libre sino, además, prevalente frente a los límites que la realidad y el Derecho le oponen (de ello es buena muestra la interpretación otorgada por el Tribunal Constitucional al requisito de veracidad o la resolución efectuada por éste de las habituales colisiones entre el derecho a informar y el resto de derechos fundamentales). Consolidando la efectividad de estas garantías, el Tribunal Constitucional ha consagrado una visión liberal de la libertad de información cuyo elemento nuclear radica en el periodista libre , sin límites ni restricciones en la búsqueda, acceso, obtención y divulgación de la información. Y, por supuesto, nadie cuestiona que el ordenamiento constitucional deba proporcionar tal reconocimiento y protección.

Ahora bien, ya durante los debates constituyentes de 1978, como, de forma muy especial, en la actualidad, se denuncia la ausencia de instrumentos jurídicos que, conservando y respetando los mecanismos heredados de la tradición liberal, contribuyan a garantizar la democratización de la información . Se afirma que la maximización del ejercicio libre de la función periodística no satisface las exigencias actuales de una comunicación democrática. No basta una prensa libre, un periodista libre, para tener un ciudadano informado (al menos en los términos requeridos por las actuales sociedades democráticas). La creencia de que una prensa libre garantiza, por sí sola, una sociedad libremente informada hasta el punto de gozar de pleno criterio para adoptar sus decisiones políticas se derrumba. Una comunicación democrática exige que los ciudadanos sean receptores de la pluralidad de opiniones, ideas y creencias en forma tal que puedan conformar libremente su opinión, sin restricciones, limitaciones o manipulaciones, y tal objetivo hoy, lejos de alcanzarse mediante el ejercicio libre de la profesión periodística, está puesto en entredicho.

Muchos son los factores que amenazan hoy esta visión democrática de la información . Algunos de ellos forman parte de los males históricos que de forma inevitable, al parecer, aquejan a cualquier régimen político (por ejemplo, la irresistible tentación del poder político a manipular, en mayor o menor grado, la información). Otros constituyen fenómenos emergentes desconocidos e impredecibles hasta la fecha (por ejemplo, los extraordinarios avances tecnológicos que, en gran medida, impiden ya seguir excusando limitaciones técnicas a la proliferación de medios de comunicación y a la concentración en la titularidad de los mismos). El resultado de este escenario es la incredulidad respecto de la posibilidad de informar democráticamente a los ciudadanos. Tanto la relación del poder político con los medios de comunicación como los extraordinarios poderes privados que ostentan su titularidad y control precisan de un tratamiento constitucional que satisfaga las exigencias de una información democrática.

El constituyente de 1978 intentó dar respuesta a los peligros que, en aquel contexto histórico, amenazaban la pretensión de democratizar la comunicación. La respuesta democratizadora debía proyectarse en la poderosa red de medios de comunicación de titularidad pública que comprendía no sólo los únicos canales de televisión existentes sino, también, algunas de las emisoras de radio de mayor influencia y una amplia red de periódicos en todo el territorio nacional. Frente a la gubernamentalización de dichos medios públicos, la Constitución creyó encontrar en la parlamentarización de su control la respuesta idónea (por aquel entonces la fórmula común en los países democráticos de su entorno) para garantizar su democratización. Frente al origen y tradición propagandista de dichos medios de comunicación públicos, se juzgó que el pluralismo informativo se verificaría mediante el reconocimiento del derecho de acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos más significativos. Ni un instrumento ni otro, como la historia reciente ha demostrado, han contribuido a forjar una efectiva democratización de la información.

No obstante, no puede restársele al art. 20 CE el mérito de constitucionalizar ciertas garantías democráticas de la libertad de información que, aunque no hayan ofrecido los frutos esperados, constituyen postulados vanguardistas en el tratamiento constitucional de los medios de comunicación. Como sucede, por lo demás, con el reconocimiento expreso del derecho a recibir libremente información . La singularidad de esta previsión constitucional merece ser resaltada pues abre las puertas a una nueva construcción del derecho la información que ya no sitúa en el centro de las garantías al profesional de la información sino al ciudadano receptor al cual el ordenamiento debe garantizar el libre disfrute de tal derecho.

La necesaria constitucionalización del cuarto poder constituye una expresiva fórmula que nos ilustra sobre las trascendencia que han adquirido los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas y sobre la pertinencia de otorgarles el tratamiento normativo propio de la lógica constitucional.

Hoy, el alcance de la comunicación democrática excede, con mucho, el papel tradicionalmente otorgado a la prensa libre. La información entendida como mera transmisión de hechos de relevancia social no constituye sino una expresión mínima de la comunicación social. La protección de esta acepción restringida de la información no garantiza, en toda su dimensión, una comunicación social libre. Obviamente, una comunicación democrática exige de la transmisión libre de hechos noticiables pero no agota en ello sus contenidos. Y, por supuesto, por sí sola, la mera transmisión de hechos noticiables no garantiza una comunicación democrática.

En la sociedad de libre mercado , la información es mucho más que el periodista, el medio de comunicación o, incluso, la empresa informativa. Los intereses que envuelven el mundo de la comunicación van más allá de la encomiable contribución a la libertad informativa de los ciudadanos y adquieren una notable proyección económica. En la sociedad de la información , los medios de comunicación determinan, en gran medida, el comportamiento social y cultural del ciudadano; y, por ende, su disposición política y electoral. Los titulares de los medios de comunicación, en consecuencia, ostentan poder: el poder de determinar, en alto grado, el comportamiento de los ciudadanos. Los medios de comunicación, en definitiva, son poder. Independientemente de quien sea su titular, el poder de los medios de comunicación demanda ubicación y enmarque en la lógica constitucional del equilibrio de poderes.

Desde la clásica visión liberal de la comunicación, el poder informativo constituye la mejor garantía de una sociedad democrática, pues permite a ésta gozar de un firme contrapeso frente al poder político, y, lejos de requerir límites y controles, se hace merecedor de garantías constitucionales exclusivamente destinadas a proteger la libertad del informador y la libre creación de empresas informativas. Sin embargo, desde una perspectiva democrática , indispensable en el contexto de la actual sociedad mediática, el poder de la información exige instrumentos constitucionales que, controlándolo, verifiquen que la voluntad popular no se vea alterada, manipulada o torcida antes, incluso, de ser expresada mediante el sufragio.

El constituyente en 1978 constató la extraordinaria influencia que los medios de comunicación ejercen en la formación de la opinión pública y creyó encontrar en la constitucionalización del control parlamentario de los medios públicos de comunicación y del derecho de acceso a éstos de los grupos sociales y políticos más significativos la respuesta las exigencias limitadoras del poder de la información. Sin embargo, esta solución nació viciada de origen (como se demostraría, posteriormente, en los numerosos países que la adoptaron) por cuanto, sometiendo a los medios de comunicación públicos a control parlamentario, su vigilancia acababa residenciándose en sede política; esto es, los medios de comunicación públicos no pasaban de ser un ámbito público más de gestión gubernamental al que el principio democrático exigía someter al control de los representantes de la soberanía popular. Por lo demás, aunque se intuyera, no se percibió con claridad la emergencia de grandes poderes privados mediáticos y la necesidad de insertarlos en idéntica lógica democrática.

Los medios de comunicación ostentan y ejercen, además, un poder terrible (haciendo uso del conocido y expresivo adjetivo atribuido a los jueces por Montesquieu) pues su extraordinaria capacidad para influir en la formación de la opinión pública no sólo condiciona la actuación de cualquiera de los tres poderes clásicos sino que influye decisivamente sobre los principios legitimadores en que éstos se asientan. El principio democrático , basado en la manifestación libre de la voluntad de los ciudadanos a través del sufragio periódico, se ve neurálgicamente afectado por el poder de la información. La información no sólo es una garantía del principio democrático sino que, también, puede tornarse en una amenaza . Los medios de comunicación, en definitiva, inciden en la legitimidad democrática del régimen constitucional y, en consecuencia, requieren de asiento constitucional satisfactorio.

La autonomización del poder mediático , frente al resto de poderes y sobre los principios legitimadores del sistema, exige una respuesta singular por parte del ordenamiento constitucional que "rinda un postrero homenaje a Montesquieu a las puertas del próximo milenio". Así ha sido percibido en países de nuestro entorno con sólida tradición constitucional. En Francia, por ejemplo, a finales de la década de los ochenta, se enarboló la bandera de la constitucionalización del órgano de garantía de la comunicación audiovisual: el Conseil Supérieur de l´Audiovisuel . En Italia, en la actualidad, se discute en torno a proyectos de reforma constitucional que abogan por prever en su Constitución la existencia de Autoridades de garantía de los derechos y un marco constitucional básico de dichas Instituciones (entre las que, obviamente, se entiende comprendida la que salvaguarda la libertad de información: la Autorità per le garanzie nelle comunicazioni ). En Portugal, desde 1989, su Constitución, contempla la existencia de la Alta Autoridade para a Comunicaçao Social.

Diversas ideas respaldan la constitucionalización de un estatuto de los medios de comunicación, en general, y, en particular, de las autoridades que deben vigilar su actuación. Legitimidad, autoridad y estabilidad constituyen ideas-fuerza que envuelven esta exigencia. La legitimidad de una institución que incida directamente en el ejercicio del derecho a la información únicamente podrá provenir de la propia Constitución. Si se pretende otorgar poder para afectar la actividad de los instrumentos que garantizan la libre circulación de ideas, opiniones o hechos - que, como hemos señalado influyen tanto en la acción de los poderes públicos como del propio cuerpo electoral -, resulta indispensable colocar en pie de igualdad legitimadora tanto a los poderes clásicos como al poder electoral con el poder mediático . Y ese objetivo sólo puede alcanzarse si todos ellos encuentran cobijo y amparo en el texto constitucional. Esta legitimación constitucional de la ordenación del poder informativo contribuirá, decisivamente, a otorgarle la necesaria autoridad y estabilidad pues, por un lado, ningún cuestionamiento proveniente de los titulares del resto de poderes, de los propietarios de empresas informativas o de los profesionales de la información podrá amenazar a los órganos reguladores de la acción del poder mediático, y, por otro, todos estos sujetos se desenvolverán en un marco normativo de estabilidad no disponible por las opciones políticas que se sucedan en las mayorías sociales.

Ahora bien, desde ya, debe advertirse sobre la presente inviabilidad de la pretendida constitucionalización de tal estatuto de los medios de comunicación a causa de un elemento fundamental: la ausencia de consenso político. Salvando el singular ejemplo portugués y resultando reveladoras las aún frustradas reformas en Francia o Italia, debe concluirse que la constitucionalización de un órgano de garantía de la comunicación y de unas reglas básicas ordenadoras de la actividad de los medios de comunicación constituye, aún hoy, un desideratum falto del consenso suficiente de las fuerzas políticas. ¿Cómo defender la inserción en el texto constitucional de tal propuesta si no existe acuerdo, siquiera, para su desarrollo legislativo?. Si bien el diagnóstico de esta problemática apenas ofrece disenso (buen ejemplo lo constituye el Dictamen aprobado por la casi totalidad del Pleno del Senado sobre los trabajos realizados durante la Legislatura 1993-1996 por la Comisión Especial para el Estudio de los Contenidos Audiovisuales), las alternativas para su solución chocan con el muro insalvable de los intereses político-partidistas: durante la Legislatura 1996-2000, las fuerzas políticas representadas en las Cortes Generales fueron incapaces de alcanzar un acuerdo mínimo en torno a la regulación legislativa de la actividad de ciertos medios de comunicación y la creación de un órgano regulador de la comunicación. Y no eran, en absoluto, lo que las separaba, diferencias de matiz.

Lo cierto es que el tratamiento normativo de la información y de los medios de comunicación forma parte del combate político y no, precisamente, por diferencias ideológicas en torno al modelo de articulación. Las discrepancias políticas tienen un común denominador : el interés de quien ostenta el Gobierno en influir, condicionar, mediatizar e, incluso, manipular la información en su beneficio. Y a tal objetivo sirve cualquier instrumento que le otorgue su posición preeminente de gobierno: la designación del gestor de los entes públicos de comunicación - y, de forma mediata, la de los responsables directos de la información -, el otorgamiento de licencias de emisión informativa en favor de los grupos mediáticos que se presuponen amigos, el patrocinio de la intervención en el mercado de la comunicación de los grupos económicos afines a los postulados políticos gubernamentales, etc. Siendo esta postura predicable del partido que en un momento determinado goza de la confianza mayoritaria de los ciudadanos lo será igualmente de quien, hoy oposición, se convierta en alternativa (por mucho que durante el ejercicio de la oposición haya denunciado y combatido tales prácticas). No existe, en consecuencia, un mínimo basamento político que permita sospechar que en un futuro cercano pueda forjarse el consenso socio-político indispensable, en tanto presupuesto básico, que pudiera amparar la constitucionalización del estatuto de los medios de comunicación.

En definitiva, las extraordinarias transformaciones técnicas, sociales, culturales o económicas sufridas en el ámbito de la comunicación durante las últimas décadas desvelan la insuficiencia del marco jurídico-constitucional que las regula para satisfacer las exigencias actuales del principio democrático. Amén de las consideraciones anteriores, a ofrecer respuestas y alternativas a la problemática descrita, se dedica la obra del profesor Rallo Lombarte Pluralismo informativo y Constitución.


Artemi Rallo Lombarte