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Ha pasado algo más un siglo desde que la Ley Hipotecaria de 1909 reguló el llamando procedimiento judicial sumario del artículo 131. Entonces la base de aquella Ley fue atribuir privilegios procesales ejecutivos a los grandes acreedores en aras del pretendido fin de la difusión del crédito territorial. En la realidad social las hipotecas eran pocas -unos miles al año-, recaían principalmente sobre fincas rústicas y el crédito hipotecario perseguía un fin empresarial. En el siglo transcurrido han cambiado muchas cosas y el legislador -el que debe regular la hipoteca y su ejecución- no lo ha entendido así. En la actualidad, incluso en estos años de recesión, las hipotecas vigentes en el Registro se cuentan por cientos de miles, se hipotecan principalmente viviendas y los préstamos hipotecarios han pasado a ser contratos de adhesión suscritos por las personas comunes y corrientes que con los préstamos hipotecarios no pretenden un fin de lucro. Ahora se trata de comprar una vivienda. Hasta hoy ha sido raro el español que no ha comprado una vivienda acudiendo al préstamo hipotecario. Esta obra, que es continuación de tres anteriores, se ha centrado en la hipoteca inmobiliaria y en su ejecución y se ha tratado de atender a la experiencia doctrinal y judicial acumulada en la aplicación de la LEC de 2000. Explicando como las ejecuciones hipotecarias (como todos los procesos especiales, sean de declaración o de ejecución) son manifestaciones de tutelas judiciales privilegiadas, esto es, de privilegios procesales concedidos por el legislador, en este caso a los grandes acreedores, se ha intentado reconducir esa tutela privilegiada por caminos procesales compatibles con la tutela judicial efectiva de todas las partes, también de los ejecutados.