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1ª Edición / 152 págs. / Rústica / / Libro
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Hay varias cosas que identifican a Zaragoza en el imaginario popular: El Pilar, el
Ebro, la Jota, Agustina de Aragón, pero yo pienso que hay otra que la define más que
todas las anteriores en el día a día de sus habitantes: el viento.
El cierzo, para ser más exactos. Ese viento que sopla del Noroeste y según la
creencia más extendida hasta hace no tanto nacía en el Moncayo. "Hoy sopla el Moncayo",
era una frase muy común hasta que los hombres y mujeres del tiempo de la
tele nos enseñaron meteorología y terminaron con nuestra inocencia. El Moncayo,
esa mole de 2.314 metros de altura que vigila la ciudad desde la distancia, destacando
majestuosa en el valle del Ebro, pero que en realidad poco o nada tiene que
ver con el cierzo, fuera de ese imaginario popular. Un viento que baja siguiendo el
curso del río cuando las isobaras se juntan mucho en el Cantábrico al coincidir un
anticiclón allí con bajas presiones en el Mediterráneo. Y ojo, que no es para tomarlo
a broma, pues ha llegado a alcanzar rachas de más de 100 km hora. 165 km nada más
ni menos el 17 de febrero de 1954.
En realidad tampoco es el cierzo algo excepcional en el sur de Europa, pues similares
son la Tramontana en el Ampurdán, el Mistral en el valle del Ródano o el Bora,
en los Balcanes, todos vientos producidos por las bajas presiones en el Mediterráneo.
Pero el cierzo es nuestro, de los zaragozanos. y en el fondo lo queremos, aunque
a menudo moleste. En invierno porque es frío y desapacible, y en verano porque su
condición de viento seco contribuye a desecar los campos. A cambio tenemos con
él un pacto, que por algo Zaragoza y Aragón, tanto monta, monta tanto en este caso,
con permiso de Isabel y Fernando, es tierra que se define por los pactos, standum
est chartae es su lema, y el cierzo nos libra de la polución, de no pocas plagas y de
la niebla que a veces hace que Zaragoza se asemeje a la Viena del Tercer Hombre.