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Tradicionalmente, el derecho de representación ha sido un instituto propio de la sucesión intestada, que como tal, y salvo los supuestos de indignidad y desheredación en los que la representación actúa con respecto a la legítima, no tenía cabida dentro de la sucesión testamentaria. En términos generales, la práctica totalidad de nuestra doctrina partía de que si la representación sucesoria estaba llamada a constituir una excepción al principio de proximidad de grado, debía ser considerada como un fenómeno propio de la sucesión intestada, puesto que en la testada sólo la voluntad del testador determina el orden de preferencia con que los parientes pueden entrar a suceder. Asimismo, se consideró que si el juego del derecho de representación era idéntico al de la sustitución vulgar, su introducción en la sucesión testamentaria equivaldría a establecer una sustitución vulgar ex lege. Si en los testamentos sólo se atiende a la voluntad del testador, respecto de lo que guarde silencio, éste debe ser respetado. En contra de este criterio se inició una acusada tendencia hacia una mayor amplitud de su campo de actuación, hasta tal punto de que a partir de los años cuarenta resulta habitual hablar de la "tendencia expansiva del derecho de representación" que, con base en argumentos tales como la voluntad presunta del testador, motivos de equidad o de sentido familiar y humanitario, muy claros en el supuesto de premoriencia del hijo instituido heredero, se esfuerza por extender, en mayor o menor medida, su aplicación a la sucesión testada. La cuestión ha dado lugar a largos debates doctrinales que, tras la introducción del artículo 814.3º C.c. por la reforma de la Ley de 13 de mayo de 1981, han perdido virulencia. Este párrafo, de carácter fuertemente innovador, pese a su ubicación y fin, parece dar respuesta, con carácter positivo a la citada cuestión, estableciendo un auténtico derecho de representación, si bien limitado al supuesto de premoriencia de los hijos del causante.