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Un amigo de mis padres, allá por mis doce o trece años, quiso introducirme en la audición y disfrute de la música clásica y me regaló un pequeño ensayo en el que se comparaban las virtudes de ésa frente a lo que allí se denominada música pop. El autor, bienintencionado, escribía que una canción pop se recuerda enseguida y, de hecho, se puede canturrear a la primera escucha, pero tiene un problema: se nos olvida también rápidamente. Sin embargo, la cuarta sinfonía de Beethoven no podemos silbarla hasta que la hemos oído muchas, muchísimas veces, pero, eso sí, su melodía ya no nos abandonará nunca, la recordaremos siempre, frente a ese olvido de la cancioncilla de marras. Ahí radicaba, según el autor, su eternidad, su inmortalidad y su característica de alimento del alma. Mala cosa, pensé años más tarde. Mientras me resultaba casi imposible recordar, no ya la melodía, sino cuál era la cuarta sinfonía de Beethoven, había cancioncillas, como las de José Ignacio Lapido, que podía recordar sin ningún problema. Bastaba evocar un título y podía arrancarme desde su comienzo, recorrerla entera y concluirla. Su música y su letra no sólo me acompañan, sino que han llegado a formar parte de una parcela de mi memoria a salvo del tiempo, de los cambios, de los gustos, de esa encrucijada multicolor que llamamos una biografía. Seguramente, y siguiendo el razonamiento de aquel autor que quería introducirme en la música clásica, las canciones de José Ignacio Lapido son eternas, inmortales y, desde luego, doy fe, uno de los mejores alimentos para el alma. II Si uno lo piensa, hay una edad de cierre en nuestras vidas. Quiero decir que hay un momento en que lo que va entrando (libros, canciones, películas) lo hace sólo de vez en cuando, pasando unos filtros muy rigurosos, que nadie sabe cómo funcionan ni por qué. Yo tuve la suerte de que cuando el cierre metálico de la edad echó ese cerrojazo, las canciones de Lapido ya estaban dentro y a buen recaudo. Ahora tengo la suerte de volver a ellas y dentro de muchos años seré afortunado por volver a oírlas. El mapa sumergido de los años nos dibuja en el alma un itinerario que, algunas veces, es muy fácil seguir. Lo he dicho muchas veces: si alguien quiere saber quién soy, que rebusque en los discos de 091, en los de José Ignacio en solitario, que mire a ver qué hay en los surcos de los viejos vinilos de Van Morrison, que oiga a Haydn, que lea un poema de Cernuda, que mire al mar y saboree una paella de pescado. Los trazos de los que nos ha dado calor, compañía. Los pespuntes visibles de lo uno ha ido viviendo, oyendo, leyendo y escribiendo son como una carcasa que nos dibujaría tal y como somos, las líneas blancas que delatarían nuestras silueta a la policía. Lo que, por encima de todo, nos pertenece pese a que no sea nuestro, y justo por eso, porque lo hacemos nuestro. III El rock, todavía muy joven, tiene por escribir una primera historia, un primer recuento de su existencia en el siglo XX. El rock en nuestro país, mucho más joven, necesita que, al menos, se pase lista, que se cataloguen sonidos y letras de lo que se ha dicho, de lo que se ha ido contando de nuestro país, de nuestras vidas, de los días en las ciudades, de lo que va atravesando un corazón. Los libros de rock son absolutamente necesarios. Las canciones, cuando importan, no son una balada que alguien canta y ya está. El rock ha tenido siempre la virtud de implicarse en una realidad cada vez más compleja, y necesitada de intérpretes (a pesar de llevarle la contraria a José Ignacio, que pedía soñadores y no intérpretes de sueños) que vayan fijando las coordenadas de lo que ya va siendo historia, cercana, sí, pero historia. 091, por muchos motivos, y Lapido, por muchos más, han sido (y José Ignacio es en estos momentos) hitos imprescindibles para hablar de la historia del rock en España. La calidad, el compromiso, una actitud impecable ante la música (y su industria) y, claro, muchos discos a las espaldas, hacen de la obra de El Maestro un magma vivísimo del que hay que extraer todo el partido posible: analizarla, darle vueltas, comentarla, compartirla?? y no hay mejor manera, hoy por hoy, que a través de un libro. Además, en el caso de Lapido hay algo más que celebrar: sus letras. El rock en castellano, salvo alguna excepción, no se ha caracterizado por la inteligencia ni por el esplendor literario (siquiera bajo) de sus composiciones. Bajo el pretexto de que lo que importa es la música, nos hemos llenado los oídos de canciones huecas, vanas, vacías. Sin embargo, las composiciones de Lapido son canciones perfectas, no ya en su acierto musical (que lo son, rotundamente), sino en su tino literario. El mundo de José Ignacio Lapido es tan rico y está tan vivo, es tan deslumbrante, que hacía falta un libro, un tratado, que se ocupara de arrojar alguna luz, de hacer un recuento, de enriquecer lo que es ya riquísimo. IV Hace muchos años, cuando entregaba a la revista AQ un artículo sobre la música y las letras de 091 (creo que se llamaba «El aquí y ahora de 091»), pensé, lo recuerdo, que algún día tendría que escribir un pequeño tratado sobre los mundos de José Ignacio Lapido, sobre sus canciones, sus lugares y esos tiempos suspendidos de los que nos habla. Cuando paso la última página de este trabajo, soberbio y generoso, de Jordi Vadell, este En cada lamento que se hace canción, pienso que ya no hace falta escribir nada sobre esos mundos, porque ya todo está escrito, hecho luz, desde la pasión, el conocimiento profundo del lenguaje y desde la devoción, armas perfectas para velar al calor de las canciones de José Ignacio. Hace un rato, venía acordándome de un profesor de literatura de mi primera adolescencia, apasionado de la figura del Cid. He querido imaginar a ese mismo profesor en la piel de Jordi Vadell, apasionado por Lapido, por sus canciones, por esas letras de fuego y he pensado que los alumnos de Jordi tienen suerte, son inmensamente afortunados por tener a alguien cerca que les hable de pitonisas, de la luz de las ciudades en llamas, de la Torre de la Vela, de un carrusel abandonado, de la calle?? Creo, pues, que es hora de felicitaciones: hay que felicitar al Maestro Lapido porque veinticinco años después sigue entregando trabajos como su Cartografía, de este mismo año, que me hace renovar mi fe en la música, en el rock, en las canciones, en lo que hay de mágico, extraño y alto en el ser humano; hay que felicitar a Comares, no sólo por su trayectoria, impecable y rigurosa, sino por su valentía y el alto rango de su apuesta al editar un libro como éste en medio de un panorama editorial que no, no está para saltar de alegría, ni mucho menos. Y hay que felicitar al autor, a Jordi Vadell, por su esfuerzo y por la pasión que desprende este libro, un trabajo que tanto necesitábamos los que llevamos (lo diré) más de veinticinco años oyendo a Lapido y los que nos quedan, si todo va bien. Salud, pues. ENRIQUE ORTIZ PR??LOGO, «El soñador y el intérprete de sueños», por Enrique Ortiz INTRODUCCI??N. José Ignacio Lapido: el Poeta Eléctrico Primera Parte: José Ignacio Lapido: músico y compositor ¿Un músico de culto? Del aprendizaje a la madurez El arte de componer Segunda Parte: La temática El dolor de la lucidez El sistema como vencedor de la sociedad La estética del perdedor La realidad y el sueño La crueldad de la vida El (des)amor Tiempos de confusión El paso del tiempo La soledad existencial La desesperación vs. la esperanza El fin Tercera Parte: Cartografía de los versos Las referencias y los guiños Referencias mitológicas Referencias literarias Referencias cinematográficas Referencias musicales Referencias metamusicales Referencias personales Referencias religiosas y bíblicas Referencias artísticas Referencias históricas Referencias filosóficas Referencias científicas Otras referencias o guiños La parte formal y los recursos retóricos Recursos a nivel fónico Recursos a nivel morfosintáctico Recursos a nivel léxico-semántico CONCLUSI??N. Cuando la rendición se instala en el alma