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1ª Edición / 183 págs. / Rústica / Castellano / Libro
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Prólogo No es preciso ser un avezado sociólogo para constatar que, en el sentir mayoritario de la ciudadanía a la que se interpela sobre la relación entre la pequeña delincuencia y el derecho penal, la impresión es casi unánime: la justicia penal no sirve para nada y los pequeños delincuentes campan a sus anchas. Las detenciones son escasas y, cuando las hay, terminan en nada. Los delincuentes entran por una puerta y salen por otra, para continuar delinquiendo, cada vez más convencidos de la inocuidad del sistema penal. A ello se suma el efecto llamada de los extranjeros, de los que se dice que vienen a robar a España porque saben que aquí las garantías penales y procesales juegan en su favor, como mínimo, más que en otros países. Según este diagnóstico, tan extendido y grave, tendríamos normas penales inútiles. Por ello bueno será examinar si eso es verdad y cuáles pueden ser las causas de tal inoperancia, siempre desde la relativización de la eficacia de todas las normas penales, pues sería absurdo entender que sólo las normas aplicables a la pequeña delincuencia se muestran incapaces de alcanzar sus objetivos, mientras que eso no sucede con las destinadas a crímenes más graves. La premisa, por supuesto, es que las leyes deben servir para algo, obviedad que se traduce en un principio teórico, cual es el de que sólo un fin reconocible y aceptable justifica la existencia de las mismas. Si fueran absolutamente inútiles mejor sería derogarlas y pensar en otra cosa. En nuestro caso, la imposición de una pena puede perseguir desanimar a la generalidad a que siga la senda elegida por el delincuente; o puede entenderse de otra manera más ?personal?, y entonces se dirá que no se trata de asustar a hipotéticos futuros delincuentes, sino inocuizar al convicto para evitar la recaída en el delito. La primera idea, llevada a sus peores derivaciones, podría justificar cualquier castigo, por desproporcionado que fuera a fin de alcanzar el fin contramotivador, y sin garantías de conseguirlo; además de reducir al condenado a un instrumento de la política criminal. A idéntica exasperación penal podría conducir la segunda vía, si la gravedad de la reacción penal debiera atender sólo a las necesidades de contención del delincuente y no a la concreta gravedad del hecho cometido. 16 Prólogo En ambos casos, tratar la pequeña delincuencia con penas durísimas que llevaran al terror penal o a la destrucción personal del delincuente sería una consecuencia no deseable del modelo preventivo. Por eso, esas maneras de entender los castigos se someten a limitaciones y garantías, largamente elaboradas y maduradas a través de nuestra historia penal. Claro que también se han explicado las penas sin pensar en finalidades utilitaristas, sino por sí mismas, en cuanto justa compensación por el daño causado. Pero ese razonamiento, que puede conectar con una extendida idea de justicia, puede también abocar a la defensa de penas que no sirvan para nada y no contribuyan a satisfacer ninguna función preventiva frente al condenado o el resto de la ciudadanía. Además, la determinación de la pena justa tampoco está exenta de problemas cuando nos enfrentamos a la pequeña criminalidad insidiosa, cuya gravedad social deriva de un cúmulo de factores, entre los que quizás tengan más relevancia elementos periféricos al hecho concretamente cometido (como la trayectoria criminal previa de su autor, el efecto acumulativo que tenga en la degradación de determinadas áreas urbanas, o hasta la sensación subjetiva de miedo e inseguridad de las potenciales víctimas) que el daño concretamente causado por el mismo. Visto así, la idea de la compensación penal por el daño provocado sólo sirve, y no es poco, para rechazar un castigo ?descompensado? o desproporcionado, aunque, como se acaba de ver, ni están claros los criterios para graduarlo, ni podría reducir el sistema penal a un aparato de venganzas públicas por inútiles o contraproducentes que puedan llegar a ser. Las páginas que siguen intentan reflexionar acerca del modelo de justificación que se halla tras las últimas reformas en la materia (entre 2003 y 2015), desde la convicción de que nos hallamos ante un problema recurrente de nuestra política criminal, que requiere de una reflexión más sosegada que la que permite el debate periodístico que se desata tras cada detención y subsiguiente puesta en libertad de los poli o multi-detenidos o condenados.