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Nuestros clásicos enseñaban que el imperium es un elemento inherente a la jurisdicción. Así, por ejemplo, en su magistral Tratado histórico, crítico filosófico de los procedimientos judiciales en materia civil, el insigne José de Vicente y Caravantes describía el contenido esencial de la jurisdicción, y a continuación añadía: «Además de estos elementos que constituyen la jurisdicción, va agregada a ella el mando o el imperio, para que tengan cumplido efecto sus prescripciones, pues sin él serían únicamente fórmulas o disposiciones vanas y sin eficacia alguna los oráculos de la justicia. El imperio es la potestad o parte de fuerza pública necesaria para asegurar la ejecución de las decisiones y mandatos de la justicia». Después de advertir que «en el día la jurisdicción y el imperio están unidos en la autoridad judicial», Caravantes decía: «la jurisdicción se halla concentrada en el doble derecho de conocer de los pleitos y determinarlos por medio de las sentencias, y en su ejecución o en el mando, que regulado por la ley en cuanto se refiere a la jurisdicción, solo se pone en movimiento para llevar a efecto debido los decretos de la justicia». Otro autor posterior, Magín Fábrega y Cortés, resumía en su manual la doctrina tradicional, indicando que el poder judicial está integrado por cuatro funciones: la constitucional, la jurisdiccional propiamente dicha o contenciosa, la tutela de ciertas relaciones familiares y privadas o jurisdicción voluntaria y el imperio. Asimismo, Fábrega y Cortés exponía el contenido y la razón de ser del imperio: «La última función del poder es el imperio, que consiste en la facultad de hacer cumplir lo juzgado [...] Esta función es esencial al poder judicial [...] y le es esencial porque los litigios no son meras cuestiones científicas, como una controversia filosófica o teológica, en que solo se busca llevar la convicción al ánimo de los oyentes o lectores, sino que en ellos se busca una utilidad práctica, pues de nada serviría obtener la sentencia si no pudiera llevarse a ejecución».