La nueva ley de enjuiciamiento civil

En abril de 1997 la Señora Ministra de Justicia tuvo la gentileza de enviarnos el Borrador de Ley de Enjuiciamiento Civil y pronto comprobamos que al mismo se le había dado una gran difusión, alcanzando a todas las personas e instituciones interesadas, lo que suponía, sin más, un cambio de actitud frente a cierto secretismo típico del "legislador" anterior.
Debemos reconocer que en aquel momento no dimos demasiada importancia al texto remitido. A estas alturas del tiempo vivido hemos conocido demasiadas iniciativas que no han pasado de la intención al hecho. Es verdad que el Borrador lo era de un texto articulado completo, no de una proyectada ley de bases ni de un acopio de materiales, pero el escepticismo, fruto obligado de la experiencia, nos indujo a no confiar demasiado o, mejor, a esperar sin esperanza acontecimientos.
El paso de unos meses, ni pocos ni muchos, los suficientes, nos demostró que la iniciativa iba en serio. En diciembre de 1997 recibimos el Anteproyecto y supimos que la difusión inicial se había visto correspondida con sugerencias y críticas. A partir de entonces las etapas se han ido cumpliendo sin precipitaciones y sin demoras. El Gobierno aprobó el Proyecto el 30 de octubre de 1998 y lo remitió al Congreso. En éste se presentaron 1.682 enmiendas, de las que la Ponencia admitió 702 en su Informe. La Comisión de Justicia e Interior en el mes de julio y el Pleno en el de septiembre, celebraron sus correspondientes sesiones, aprobando éste su texto en la de 23 de septiembre de 1999. Remitido al Senado, en el mismo se presentaron 407 enmiendas, de las que la Ponencia ya no admitió en su Informe la mayoría, celebrándose las sesiones de la Comisión el 23 de noviembre y del Pleno el 1 y 2 de diciembre. Remitido el texto al Congreso, el pleno de éste aprobó el texto en su sesión de 16 de diciembre de 1999, publicándose la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en el BOE de 8 de enero de 2000. En el mes de julio de 1999, cuando la Ponencia del Congreso presentó su Informe y cuando la Comisión fue convocada para los últimos días de un mes en el que no es habitual que los legisladores cumplan con su función, nos convencimos de que la VI Legislatura vería la promulgación de una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil. En ese momento decidimos ponernos a trabajar con el propósito, primero de estudiarla para conocerla y, segundo, de hacer a los demás partícipes del resultado de nuestro trabajo. Esta segunda finalidad se ha pretendido alcanzar en dos frentes distintos. Por un lado se ha tratado de seguir ofreciendo el manual, del que hemos alcanzado ya la 9ª edición y, por otro, de ofrecer al profesional del Derecho un instrumento de adaptación a la nueva LEC, aprovechando la unidad de esfuerzo. Al segundo frente responde este libro del que quisiéramos destacar dos cosas:

1.ª) No es el producto precipitado, consecuencia de querer salir al mercado lo antes posible aunque sea a costa de no decir nada útil para la compresión de una ley nueva. Esta actitud es incompatible con lo que hemos demostrado a lo largo de muchos años de publicar libros, algunos de ellos obras generales y otros comentarios de leyes nuevas.
2.ª) No puede dejar de ser una primera redacción en la que se intenta explicar una ley de tan importante repercusión práctica y de tan trascendente cambio sobre lo anterior, redacción que no puede hacerse en el vacío pero que deberá ir seguida de otros en las que se cuente con la necesaria experiencia en su publicación.

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Una nueva y, sobre todo, una ley tan compleja e importante como la de Enjuiciamiento Civil, exige, primero, atender a la misma ley, lo que ha de hacerse con los instrumentos conceptuales conocidos, y, después, ver cómo se está procediendo a su aplicación. Cuando la ley ha sido muy recientemente promulgada el examen no puede llegar más allá del primer aspecto, pero el mismo no puede hacerse sin el bagaje jurídico imprescindible para comprender qué es lo que se ha cambiado. SÍNTESIS DE LA EVOLUCIÓN PROCESAL CIVIL

La comprensión de ese cambio puede hacer necesario tener conocimiento del origen del que se partía y de por dónde se ha pasado hasta llegar a la nueva Ley. Este conocimiento puede sintetizarse en una evolución que no debe olvidarse.

  1. El juicio ordinario

    El proceso civil español tiene su origen en Las Partidas (1265) que supusieron la recepción del Derecho común. En esta concepción.

    1. El proceso es un drama entre tres personas, dos partes parciales y un tercero imparcial, en el que las primeras son "las dueñas de los pleitos", y por eso el proceso se inicia sólo cuando existe petición de una de ellas y avanza por el impulso de las dos. Las partes tienen que disponer con toda amplitud de los medios de ataque y defensa, sin limitación alguna, tratándose de acabar para siempre con el litigio que las separa.
    2. El procedimiento no puede dejar de ser complicado, lento y formalista y, por tanto, de elevado coste. Si se han de ofrecer a las partes las mayores posibilidades para su defensa debe admitirse todo aquello que la favorezca, empezando porque los actos que realicen las mismas serán escritos.

    En este sistema el solemnis ordo iudiciarius es el proceso único, en el sentido de que no existen procesos especiales. Si el proceso exige que las partes dispongan con toda amplitud de todos los medios de defensa, no cabe regular tipos procedimentales en los que se reduzcan esas posibilidades; independientemente de la materia que se debata en el proceso, las partes tienen que tener los mismos instrumentos procesales de ataque y defensa.
    El proceso común era el resultado de la razón natural, no el producto de las decisiones de un legislador concreto. De aquí arrancan, por un lado, la creencia de que el rey no podía alterar la esencia del sistema y, por otro, su gran prestigio y difusión entre los juristas, los cuales no se sentían sometidos a decisiones ajenas. Las leyes del arte del derecho no podían ser modificadas por el rey o por cualquier otro legislador, lo mismo que no podían ser impuestas las reglas del arte de la medicina.

  2. El proceso plenario rápido

    Durante siglos la sociedad fue consciente de que ese modelo procesal era ineficaz para solucionar algunos conflictos entre las partes y así se fue dando lugar a un modelo procesal distinto, el del proceso plenario rápido, que triunfó en el ámbito mercantil pero que no tuvo verdaderas repercusiones en el ámbito civil.

    1. En el ámbito mercantil se llegó a la creación de tribunales especiales (los Consulados de Comercio) con un proceso propio, caracterizado procesalmente por la simplificación y adecuación a la realidad del conflicto y procedimentalmente por la oralidad. La aparición de este proceso plenario rápido se explica desde la imposibilidad conceptual de reformar de modo sustancial el proceso ordinario. Si el solemnis ordo iudiciarius era la consagración de la razón natural y si el rey no podía desvirtuarlo, la única solución consistía en crear un proceso distinto para los conflictos entre los comerciantes, proceso que los juristas veían como algo ajeno a ellos (tanto que en el proceso mercantil se prohibió la intervención de abogados). Normalmente la fórmula utilizada para explicar este proceso era que el prior y cónsules "lo libren y determinen breve y sumariamente según estilo de mercaderes, sin dar luengas ni dilaciones ni plazos de abogados" o " simpliciter et de plano, ac sine strepitu et figura iudicii procedi mandamus".
    2. En el ámbito civil hubo algún modesto intento de simplificación (se redujeron los escritos de alegaciones de seis a cuatro, dos por cada parte, y se limitó el número de hojas de cada escrito), que en la práctica fracasó por la resistencia de los juristas, y el fruto más destacado fue la regulación del juicio verbal (1534) para los asuntos de ínfima cuantía.
    3. Los juristas de los siglos XVI, XVII y XVIII creían que el proceso ordinario era el juicio tipo por excelencia y sobre él centraron todo el estudio. El proceso mercantil y el verbal no merecieron su atención porque eran algo extraño a la "razón natural", a lo que se entendía consustancial con la defensa de las partes.
    4. El proceso mercantil se codificó en el Código de Comercio de 1829 y en la Ley de Enjuiciamiento sobre los negocios y causas de Comercio de 1830, pero, dada su supresión en el Decreto de Unificación de Fueros de 1868, y su nula influencia en la codificación del proceso civil, no es preciso seguir ocupándonos de él.

  3. La Codificación

    En la primera mitad del siglo XIX se dictaron normas de gran importancia para el proceso civil y en las mismas se apreciaron muy claramente dos tendencias.

    1. Una de esas tendencias era profundamente renovadora, pretendiendo terminar con el viejo sistema procesal para sustituirlo por otro distinto. Los renovadores dieron lugar, sobre todo, a la Ley de 1838 reguladora del juicio de menor cuantía y a la Instrucción del marqués de Gerona de 1853 que modificaba el proceso ordinario.
    2. El marqués de Gerona, ministro de Justicia durante unos pocos, meses, decía en la exposición de motivos de la Instrucción que "los litigios y reclamaciones jurídicas son hoy el espanto y la ruina de muchas familias; son un manantial perenne de escándalos, son la muerte de la justicia misma". "El verdadero cáncer de nuestras instituciones judiciarias son las deformaciones ruinosas, el despilfarro y desbarajuste de la substanciación, máquina de guerra asestada contra la fortuna del infeliz litigante, o inmoral juego de suerte o azar, donde frecuentemente triunfa de la razón la malicia, de la legalidad la astucia, de la más sana intención el fraude y la codicia".
    3. La otra tendencia era conservadora de lo existente, manifestándose convencida de que el sistema procesal era el mejor de los posible, aunque debían introducirse correcciones sólo contra las corruptelas de la práctica y aumentar el número de órganos judiciales.

    Esta segunda tendencia fue la sostenida por los colegios de abogados. Frente a la Instrucción del marqués de Gerona el Colegio de Abogados de Madrid publicó unas llamadas Observaciones en las que se lee: "Espíritus superficiales, talentos tan limitados como audaces han declamado contra las formas solemnes, lentas y complicadas de los juicios... en todos los pueblos modernos y en todos los códigos de procedimiento (vemos) esa ritualidad solemne de los juicios, esas dilaciones, que consideradas por algunos el tormento de los litigantes, vienen a ser la principal garantía de la justicia... La seguridad del juicio exige muchas solemnidades, y estas solemnidades, cuanto más se multiplican, requieren más largas dilaciones; por el contrario, cuanto más se apresura el juicio, cuanto más se limitan los plazos, reduciéndolos a los que se reputan en hipótesis general, hipótesis muy falible, como estrictamente necesarios para el ataque y para la defensa, más pierde el juicio en su seguridad, más se merman sus garantías".

    1º) La Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855

    La derrota de la Ley de 1838 y de la Instrucción de 1853 a manos de los colegios de abogados llevó a la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855, que redactaron los principales impulsadores de la segunda tendencia y que perseguía "ordenar y compilar las leyes y reglas del enjuiciamiento civil" con el fin de "restablecer en toda su pureza las reglas cardinales de los juicios consignadas en nuestras antiguas leyes". No expresamente cualquier influencia exterior, estándose únicamente a lo tradicional, a lo ya conocido por el foro, de modo que la Ley se centró el viejo juicio ordinario que se conservó como juicio de mayor garantía.
    La primera codificación procesal civil respondió, por un lado, a la concepción política liberal (que no es mala inspiración par un proceso en el que se debaten principalmente intereses económicos que son de la libre disposición de los particulares), y, por otro, a las formalidades del proceso común fundamentalmente escrito. Esta amalgama condujo a mantener el modelo procesal del solemnis ordo iudiciarius, basado en la formalidad, la lentitud, el elevado coste, y justificando todo ello con la vaga y general referencia a la seguridad jurídica, a la defensa de los derechos.

    2º) La Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881

    La desaparición del proceso mercantil con el Decreto de Unificación de Fueros de 1868, supuso la necesidad de hacer una nueva ley procesal civil. No se trataba, tampoco ahora, de innovar, sino sólo de introducir las reformas inevitables, por lo que la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 fue sólo una reafirmación de viejos errores. En palabras de Goldschmidt "el proceso español es un recipiente liberal del siglo XIX, en el que se ha vaciado el vino antiguo del proceso común de los siglos pasados" (Derecho procesal civil, Barcelona, 1936, p. X); de Prieto-Castro "un apego absurdamente exagerado a la tradición, que en materia procesal no es admisible como material exclusivo de trabajo, ha hecho que nuestra L. e. c. Sea una resurrección del Derecho común en el siglo XX" (Derecho procesal civil, I, Zaragoza, 1946, p. 39); o de Guasp "lo que el legislador de 1880 tomó del proceso común fue su técnica arcaica e insuficiente lógicamente dada la discordancia temporis, y afianzó esta técnica, con sus defectos fundamentales, en pensamientos políticos de innegable significación liberal" (comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Civil, I, Madrid 1943, p. 54). Cuando en ocasiones anteriores hemos dicho que nuestro proceso civil no es propio del siglo XIX y que la Ley de 1881 no lleva realmente en vigor más de cien años, sino que tenemos un proceso dl que deban buscarse sus orígenes en el siglo XIII, no estabamos diciendo nada diferente de lo que otros habían dicho antes. Tampoco hay exageración cuando se sostiene que la LEC de 1881 supuso la traducción al castellano moderno de la mayor parte de instituciones ya conocidas en Las Partidas y respecto de las que muy poco se había alterado en los últimos siete siglos.

  4. Los fenómenos de huida

    Durante el siglo largo de vigencia de la LEC de 1881 se han producido dos fenómenos muy significativos de huida que han puesto de manifiesto la falta de adecuación a la realidad, primero, del juicio ordinario de mayor cuantía, y, luego, de la propia Ley.

    1.ª) Huida del juicio de mayor cuantía

    Hemos asistido, en primer lugar, a una huida del juicio ordinario, que se llamaba de mayor cuantía, de modo que el mismo al final había quedado prácticamente excluido de la normal aplicación. Los sucesivos legisladores parciales fueron conscientes de que el proceso ordinario medieval, el que se asumió en la LEC de 1881 como juicio de mayor cuantía, no podía seguir siendo aquél por el se tramitaban la mayor parte de los asuntos, dada su extraordinaria complejidad, y poco a poco, por medio de sucesivas elevaciones de las cuantías acabaron por convertirlo en un "cementerio de elefantes" por el que se conocían muy escasos asuntos. Debe, en este sentido, tenerse en cuenta que si en 1881 el tope mínimo de la cuantía de un asunto que se tramitaba como juicio de mayor cuantía era de 1.500 pesetas, en 1984 se elevó a 100 millones y en 1992 quedó en 160 millones de pesetas. Por este medio dicho juicio fue desapareciendo de la realidad, pues son muy escasos los pleitos que superan esa cantidad. Acabó así siendo el juicio normal el de menor cuantía, que si en el origen comprendía los asuntos entre 250 y 1.500 pesetas, en 1992 pasaron a ser los de cuantía entre 800.000 pesetas y 160 millones de pesetas. Además, a esa tramitación se recondujeron los asuntos de cuantía indeterminada.

    2.ª) Huida de la LEC

    La huida más importante, con todo, fue la de propia LEC, lo que se hizo a base de regular un número extraordinario de procesos especiales, que supusieron una verdadera proliferación procedimental. Este fenómeno de proliferación se ha considerado normalmente como un defecto técnico procesal, centrándose su estudio en que el legislador, en casi todas las leyes materiales, se ha sentido en la necesidad de irlas dotando de un proceso específico, y ello hasta el extremo de que podían contarse por lo menos cuarenta modos diferentes de tramitar los asuntos en primera instancia, es decir, cuarenta procesos especiales.
    El caso más claro de sinceridad legislativa fue el de la Exposición de motivos de la Ley de Sociedades Anónimas de 1951, en la que se reguló un proceso especial para la impugnación de los acuerdos de la junta general. Se decía allí que "si se quería evitar que la impugnación de los acuerdos de las Juntas generales, como medio de garantizar los derechos de las minorías, quedase reducida a una reforma platónica como necesariamente tenía que ser subsistiendo la necesidad de acudir a un juicio declarativo de mayor cuantía con sus instancias y un recurso de casación, para conseguir, la anulación de los acuerdos de la Junta. A tal fin se articula un procedimiento especial de tramitación abreviada, que será aplicable mientras la reforma de nuestras leyes de procedimiento no hagan innecesario el que ahora se instaura par estos concretos fines".
    Pero la proliferación fue algo más que una cuestión de técnica procesal. Supuso la configuración de tutelas judiciales privilegiadas frente a la tutela judicial ordinaria que se prestaba por medio de los procesos de la LEC. En efecto, la regulación de procesos especiales respondía, en la mayor parte de los casos, a la existencia de fuerzas sociales capaces de lograr del legislador la creación de tutelas propias frente a la tutela normal que se prestaba por los procesos ordinarios.
    Determinados titulares de derechos (grandes acreedores), consiguieron del legislador que sus asuntos no se sometieran a la tutela normal, y que se les creara una tutela distinta, que por lo mismo sólo puede concebirse como privilegiada.

  5. Las reformas parciales

    Junto a todo lo anterior deben tenerse en cuenta algunas de las reformas importantes de la LEC de 1881. Su promulgación produjo una importante reacción contraria doctrinal y práctica, que propuso su inmediata reforma, pero el caso fue que la Ley se mantuvo alrededor de cincuenta años sin que fuera objeto de modificaciones de importancia.
    En los años treinta del siglo XX se produjo una segunda aleada de críticas que tampoco consiguió frutos de interés.
    Con la moda de los tiempos, y no faltando manifestaciones reformistas, los años sesenta y setenta fueron de aspiración de dejar las cosas como estaban, de no romper con el pasado, mantener la tradición jurídica española, de respeto a nuestros predecesores, y tanto fue así que en la conmemoración del centenario de la LEC no faltó quien defendió su mantenimiento con pequeñas reformas, imputando los males de la realidad, no a la Ley, sino a algunos aplicadores de la misma.
    La situación, con todo, se hizo insostenible en la realidad, sobre todo como consecuencia del extraordinario aumento en el número de asuntos. La LEC pudo hacer frente, mejor o peor, a una situación en la que la sociedad era predominante rural y los conflictos eran los propios de la misma, pero se manifestó profundamente inadecuada para solucionar los conflictos propios de una sociedad urbana. Las nuevas necesidades exigían una nueva Ley, pero los sucesivos legisladores prefirieron acudir a la técnica de las leyes de reforma urgente y parcial de la LEC. Esa técnica se utilizó principalmente en las siguientes leyes:

    1.ª) La Ley 34/1984, de 6 de agosto, de reforma urgente de la LEC, que en su Exposición de Motivos dijo responder "a las necesidades más apremiantes" mientras se procedía, "con el cuidadoso tacto que requiere el tratamiento de la ordenación del proceso", al estudio del que "podría ser el nuevo ordenamiento procesal". En esta Ley el juicio de menor cuantía se convirtió en el juicio tipo, desplazando el de mayor cuantía, aunque ello se hizo a base de desnaturalizar a aquél que dejó de ser un plenario rápido.

    2.ª) La Ley 10/1992, de 30 de abril, de medidas urgentes de reforma procesal, cuya Exposición de motivos volvió a decirse que la reforma del ordenamiento procesal debía acometerse sin precipitaciones y ponderando cuantos elementos confluyen en el proceso, pero volviendo a dejar para sine die la verdadera reforma, contentándose con atender a aspectos de detalle y, sobre todo, a procurar "quitar papel" de los tribunales.
    Fracasadas las reformas parciales no quedaba ya más opción que afrontar la redacción de una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil. Esto es lo que se ha hecho en la VI legislatura en la que, por fin, se ha promulgado una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil.

EL NUEVO MODELO DE PROCESO CIVIL

Una ley o, mejor, un código, con 827 artículos en los que se pretende materializar el profundo cambio de mentalidad que entraña el compromiso por la efectividad de la tutela judicial en el ámbito civil, no puede quedar resumida en unas pocas páginas; es necesario su estudio completo para llegar a percatarse de lo que realmente significa. Al servicio de ese estudio se ha escrito este libro y a su lectura se invita. Ahora bien, como es necesario hacer un esfuerzo de síntesis para dar una impresión de conjunto, conviene empezar por decir que lo importante en la LEC no son los aspectos de detalle. Detalles son si el abogado es apto par la grabación y reproducción del sonido y de la imagen, y los mismos no hacen a la esencia del pretendido cambio de modelo procesal. Lo trascendente es el haber aspirado a introducir un nuevo modelo de proceso civil lo que hace que estemos ante una LEC nueva y no, simplemente, ante una actualización y reforma de la vieja.

  1. El juicio ordinario como plenario rápido
    Las leyes de enjuiciamiento civil de 1855 y de 1881 se limitaron a asumir como juicio tipo el proceso ordinario del Derecho común y, en torno al mismo, se redactaron completamente. En ellas los juicios plenarios rápidos se consideraron meras excepciones, reservadas para pocos asuntos y éstos de poca importancia cuantitativa. La nueva LEC supone, por fin, la ruptura con aquel proceso ordinario y toda ella se centra en dos juicios plenarios rápidos. Independientemente de las palabras se trata de los ahora llamados juicio ordinario (Libro II, Título II) y juicio verbal (Libro II, Titulo III). Después de siete siglos el modelo del proceso común ha sido abandonado.
    La idea de que el proceso requiere "fórmulas lentas, graves, solemnes, complicadas y rigurosas a que el orden judicial deba sujetarse en el ejercicio de sus funciones y que son garantía de seguridad para los litigantes y prenda de acierto en los fallos", que fue la defendida por el Colegio de Abogados de Madrid en sus Observaciones a la Instrucción del marqués de Gerona, podía tener sentido en un contexto social de tipo rural en el que los pleitos tenían como objeto la propiedad y, sobre todo, la de la tierra, para los que el tiempo no era un elemento trascendente. Esa idea es la que está en base de las dos leyes de enjuiciamiento civil del siglo XIX y es la que se ha abandonado en la nueva LEC.
    El problema fundamental del proceso civil en las últimas décadas ha sido el del aumento de la litigiosidad, que suele presentarse como un mal cuando es sólo un síntoma de profundas modificaciones sociales. En efecto:

    1.º) Durante siglos el proceso civil fue el instrumento con el que los poseedores solucionaban sus litigios, de modo que los no poseedores quedaban excluidos del mismo. Solo determinadas capas de la población tenían acceso a este proceso, lo que suponía un número no excesivo de procesos que podían ser solucionados por una organización judicial reducida y con pocos medios personales y materiales.

    2.º) En muy poco tiempo, prácticamente en los últimos cincuenta años, han accedido a la justicia civil amplias capas de la población que antes estaban excluidas de ella, en parte porque el número de propietarios ha aumentado, pero también por que otros derechos han entrado en liza, como es el caso de la responsabilidad extracontractual y, sobre todo, porque se ha convertido en objeto principal de este proceso las reclamaciones de dinero basadas en el crédito. Hoy el proceso civil no es ya el medio para solucionar los conflictos típicos de una sociedad rural, sino el instrumento con el que se tiene que hacer frente a los conflictos propios de una sociedad urbana y así este proceso se ha convertido en un fenómeno de masas, en el que el elemento fundamental del mismo es su efectividad práctica. Si se lee el Preámbulo de la LEC se advertirá que su idea base en la de la efectividad de la justicia civil.
    La efectividad era algo ajeno al modelo procesal de la LEC de 1881 y hoy tiene que ser el eje sobre el que gira el modelo procesal de la nueva LEC/2000. Esa finalidad es la que justifica que el modelo procesal sea el de los juicios plenarios rápidos. El solemnis ordo iudiciarius ha muerto después de una vida casi tan larga como la de Matusalén y ah triunfado el tipo de proceso que apareció como excepcional. Ese triunfo no se manifiesta simplemente en la supresión de unos trámites y en la abreviación de unos plazos. Se empresa fundamentalmente en la idea de adecuación del proceso a la realidad de este tiempo y en que, por fin, el legislador ha osado acabar con un sistema que ya no era producto de la razón natural y respecto del que el prestigio entre algunos juristas era producto de la mitología. Naturalmente no puede dejar de existir quien en el entierro se conduela de aquella muerte, la califique de temprana y aún manifieste su desconfianza en el nuevo modelo procesal considerándolo prematuro. Siempre ocurre de este modo; siempre existe quien se conduele de la desaparición del pasado.
    El nuevo modelo es, por tanto, el del proceso plenario rápido y sus caracteres esenciales siguen siendo el de intentar adecuarse a la realidad. Expresiones de ello y de intervenciones decididas del legislador hay muchas, pero debe atenderse, sobre todo, a la oralidad del juicio ordinario, en el que se dispone que la prueba, toda la misma, se practique en un acto único, concretado y con inmediación al que se llama juicio.

  2. El papel del juez

    El juez del proceso común y el juez de la concepción liberal propia del siglo XIX era un juez neutral (no neutro obviamente), en el sentido de que, aun pudiendo tener facultades de dirección formal del procedimiento (por ejemplo, el impulso de oficio), carecía de ellas respecto de la dirección material del proceso (por ejemplo, no podía acordar medios de prueba de oficio). A lo largo del siglo XX se ha asistido al enfrentamiento entre dos concepciones en torno al papel del juez en el proceso civil, debate que nació sobre lo que puede denominarse publicización del proceso.
    El origen de este debate fue la Ordenanza Procesal Civil austríaca de 1895, que se ha presentado como el ejemplo a imitar en otros países. Por ese camino siguió el Código Procesal Civil italiano de 1940, el Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica y diversos códigos de menos influencia, pero en los que se ha sumido una concepción política de la que no siempre se ha explicado su base ideológica. Las bases ideológicas del legislador austríaco de 1895, enraizadas en el autoritarismo propio del imperio austro-húngaro de la época y con extraños injertos como el del socialismo jurídico de Menger, pueden resumirse en estos dos postulados: 1) El proceso es un mal, dado que supone una pérdida de tiempo y de dinero, además de llevar a las partes a enfrentamientos con repercusiones en la sociedad, y 2) El proceso afecta a la economía nacional, pues impide la rentabilidad de los bienes paralizados mientras de debate judicialmente sobre su pertenencia. Estos postulados llevan a la necesidad de resolver de modo rápido el conflicto entre las partes, y para ello el mejor sistema es que el juez no se limite a juzgar sino que se convierta en verdadero gestor del proceso, dotado de grandes poderes discrecionales, que han de estar al servicio de garantizar, no sólo los derechos de las partes, sino principalmente los valores e intereses de la sociedad.
    Naturalmente que en el mejor desarrollo del proceso civil está interesado el Estado es algo obvio, y lo es tanto que no ha sido negado por nadie, pero desde esta obviedad no puede llegare, en el razonamiento posterior, a la conclusión de negar la plena aplicación del principio dispositivo, pues ello implicaría negar la misma existencia de la naturaleza privada de los derechos subjetivos materiales en juego, ni la plena aplicación del principio de aportación de parte en lo que se refiere, por un lado, a la determinación del objeto del proceso y, por otro, a la libertad de la parte en la determinación de cómo se defiende mejor su derecho.
    La publicización del proceso tuvo su origen en un momento y en un país determinado y se plasmó en una Ordenanza Procesal Civil que, al menos, debe calificarse de antiliberal y autoritaria, y opuesta a su alternativa que es la concepción liberal y garantista del proceso civil. El Código italiano de 1940, por mucho que se haya querido sostener lo contrario, fue un código típicamente fascista, inmerso en esa concepción política. El conceder amplios poderes discrecionales al juez sólo se explica si al mismo tiempo se priva de esos poderes a las partes, poderes que en realidad se resuelven en garantías de las mismas en el inicio y en el desarrollo del proceso civil. No se ha destacado lo suficiente que los códigos en que se han concedido mayores facultades a los jueces eran menos independientes, de lo que ha resultado que, a la postre, con la concesión de esas facultades se estaba favoreciendo la injerencia del Poder Ejecutivo en la efectividad de los derechos subjetivos de los ciudadanos.
    En los últimos años estamos asistiendo, primero, al reconocimiento de que el aumento de los poderes del juez es algo propio de una ideología que propicia el aumento de los poderes del Estado en detrimento de la libertad del ciudadano, y, después, a la difusión de la idea de que el proceso civil se resuelve básicamente en un sistema de garantías de los derechos de los ciudadanos, en el medio jurídico para que las partes debatan en condiciones de plena contradicción e igualdad los conflictos que los separan. Y ello sin dejar de asumir la realidad social de la proliferación de los procesos y de la búsqueda de nuevas soluciones.
    No puede dejar de llamarse la atención sobre la contradicción lógica que supone, por un lado, reducir los poderes del juez penal, con alusión a la imparcialidad del mismo, en la aplicación de un Derecho como el penal, en el que no existen relaciones jurídicas materiales penales, y por otro aumentar los poderes del juez civil precisamente en la aplicación del Derecho privado, en el que predomina la autonomía de la voluntad y la libertad en la conformación de las relaciones jurídicas materiales.
    La LEC parte de una concepción que puede calificarse claramente de liberal y en la que el principio dispositivo es su elemento determinante. Son las partes las que han de determinar el objeto del proceso y la clase de tutela y al juez no le incumbe investigar y comprobar la veracidad de los hechos alegados. Quien pide la tutela judicial tiene la carga de determinarla con precisión y de alegar y probar los hechos. Y sin embargo no faltan en la ley algunos atisbos de la llamada publicización que responden, generalmente, a enmiendas admitidas en contra del sistema.

  3. Confianza en la justicia de primera instancia

    En el viejo modelo procesal civil se partía, casi inconscientemente, de que el proceso constaba de una primera instancia y de un recurso de apelación, siempre y en todo caso, de modo que la sentencia de primera instancia era sólo un paso inicial carente de eficacia práctica. En todos los asuntos la sentencia que podía tener efectividad en la realidad eta la dictada en el recurso de apelación, y ello siempre que contra la misma no procediera recurso de casación, pues si cabía tenía que esperarse a la terminación de éste para que pudiera hablarse de efectividad del derecho reconocido. Las partes y los abogados "sabían" que hasta después de la apelación no podía hablarse de utilidad práctica del proceso.
    Es cierto que la Ley 34/1984 había introducido una aparente posibilidad de ejecutar provisionalmente las sentencias de primera instancia, pero esa ejecución, al depender de la prestación de caución, no llegó a convertirse en algo habitual. Solo los que disponían de dinero líquido o de facilidad en el crédito podían de hecho pedir esa ejecución. Resultaba así que la prevista legalmente ejecución provisional aprovechaba precisamente a los menos necesitados de ella, pero no podían utilizarla los que precisaban con urgencia de la efectividad del derecho reconocido en la sentencia de primera instancia. Se estaba, una vez más, ante la aparente paradoja de que sólo los que tienen dinero pueden pedir dinero a crédito o, en otros términos, de que los que no tienen dinero y necesitan de la ejecución provisional no pueden lograr la misma precisamente porque no tienen dinero.
    La LEC introduce en la ejecución provisional una de las innovaciones más importantes, y lo hace con una única frase: "sin simultanea prestación de caución". Todas las sentencias de contenido económico se declaran provisionalmente ejecutivas y eta ejecución puede despacharse y practicarse sin que el ejecutante preste caución. El cambio es fundamental, pues supone que la justicia de primera instancia adquiera efectividad, dejando de ser un mero primer paso en el curso de un proceso que sólo tendrá consecuencias prácticas como pronto después del recurso de apelación. Estamos ante una opción política que puede renovar hábitos centenarios de la justicia civil. Quien presente una demanda civil puede ya esperar que el tiempo, el esfuerzo y el dinero empleado alcanzarán rentabilidad con la sentencia de primera instancia; el que sea demandado debe empezar a tener en cuenta que le resta sólo el tiempo que dure la primera instancia para tener que cumplir con su obligación. La efectividad del derecho no queda ya diferida a la terminación del recurso; éste ya no cumplirá la finalidad de demorar esa efectividad.
    No pueden desconocerse los riesgos que esta ejecución provisional implican, pues la sentencia de primera instancia ejecutada provisionalmente puede ser revocada. La opción política por la ejecución provisional tiene, naturalmente, un precio que pagar, pero lo que debe preguntarse es si vale la pena pagar ese precio, si la finalidad conseguida justifica el pago de ese precio, y la respuesta no puede buscarse sólo en un caso en concreto sino atendiendo al interés general.
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    La promulgación de una Ley de Enjuiciamiento Civil es un acontecimiento jurídico que tiene difícil parangón con la promulgación de otras leyes o códigos. No cabe extrañarse, por tanto, de que su solo anuncio produjera gran repercusión en el mundo jurídico, pues nadie puede sentirse un diferente ante ella, dados los grandes intereses de todo tipo en juego. Tampoco hay que asombrarse de que existan reacciones muy variadas, ni de que algunas de ellas sean radicalmente contrarias e, incluso, entra dentro de lo que cabía esperar el que algunas sean de descalificación total. Lo que hay que hacer es preguntarse por la razón de ser de cada una de esas posiciones, de las favorables y de las adversas, pues muchas veces unas y otras se explican desde los intereses específicos de la persona o del grupo y no desde la fraseología que se emplea. Es obvio que nadie va a decir claramente que es partidario o contrario a la Ley por que la misma le beneficia o le perjudica en sus intereses, y mucho menos va a decirlo si esos intereses son económicos. En estos casos siempre se acude a disfrazar el interés particular con el manto del interés general, pero hay que saber descubrir lo que se oculta bajo el disfraz.
    Lo imprescindible es que cada uno sea capaz de formarse una opinión propia, resultado de su propio criterio, y para ello lo primero que hay que hacer es conocer la Ley. Al servicio de ese conocimiento está este libro. Para la mejor aplicación posible de la Ley se ha escrito.

    Juan Montero Aroca