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E dixieron-le: ¿Qué dizes de las mugeres? E dixo: Son como el arbol de la adelfa, que ha fermosa e buena vista, e al que se engaña e come d ella, mata-lo. Bocados de oro, 64. Frases como ésta, tan usuales en la época medieval, nos pueden hacer pensar, como cierta crítica actual hace mediante interpretaciones psiconalíticas, que un cierto grupo de hombres eruditos y cultos intentaron imponer su visión negativa de la mujer a causa de un cierto odio casi patológico hacia ellas por diferentes motivos personales. Pero la realidad medieval es mucho más diversa que las simples conjeturas individualistas; y bajo este punto de vista quisiera aportar mi visión sobre la complejidad del hombre medieval, y cómo mediante toda una serie de mecanismos introducidos desde diferentes frentes hicieron posible que frases como las que encabezan este trabajo pudieran salir de las plumas de los educadores y científicos de antaño, haciendo que esta idea fuera asumida por la inmensa mayoría, incluso por un amplio grupo de mujeres. Empezaré, pues, por una de las ramas del saber con una gran tradición en el mundo científico y universitario: el de la filosofía natural y/o la medicina. Los griegos y romanos fueron quienes nos legaron prácticamente toda su sabiduría acumulada durante diferentes siglos al mundo occidental. Y una de sus principales preocupaciones fue la de conocerse a sí mismo y explicar la realidad circundante. De ahí que desde los primeros filósofos se haya intentado responder a las grandes preguntas: ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la vida y la muerte? ¿Qué es el mundo? ¿Cómo nacemos y nos reproducimos? Etc. Y lo mismo podríamos decir de la búsqueda insistente de la esencia de las cosas, intentando encontrar la finalidad del ser humano en la tierra, pues sin dicha finalidad no es posible organizar la vida política. Para estos aspectos sigue siendo imprescindible, como lo ha sido durante muchos siglos, los textos de Aristóteles, sobre todo su Ética y Política. Por supuesto que el hombre no ha llegado a responder a esta última pregunta sobre la finalidad del hombre ni tan siquiera en el momento actual, de ahí las diferentes religiones y modelos políticos y morales de conducta existentes, a veces enfrentadas entre sí en ese empeño por demostrar que su explicación del mundo y de la realidad es el único modelo verdadero. Es desde nuestra óptica actual, una vez que la vieja ilusión de la verdad absoluta dejó paso a diferentes verdades relativas, desde donde se pueden cuestionar principios hasta entonces inamovibles y podamos desdecir e incluso burlarnos o criticar a esos pobres hombres misóginos que odiaban tanto a las mujeres. Pero incluso en nuestro mundo aún perduran muchos de los mitos y supersticiones ampliamente implantadas en tiempos anteriores; y es que para cambiar mentalidades es necesario el paso de muchos años. Los textos más representativos de la filosofía natural de la antigüedad fueron: la Historia de los animales y De la generación de los animales de Aristóteles y la Historia Natural de Plinio el Viejo, los cuales fueron reeditados y comentados sin parar hasta el siglo XVIII. Textos que fueron tomados como científicos y de los que arrancaron las grandes corrientes médicas y de filosofía natural de la antigüedad griega y romana. Galeno, por ejemplo, uno de los médicos que más influyeron en el mundo medieval, sigue la tradición aristotélica de la mujer como ser imperfecto, siendo ésta una cualidad intrínseca de su naturaleza femenina. Pero Galeno da un nuevo paso al estructurar dicha idea dentro del concepto global del macrocosmos/microcosmos, siendo para él la mujer más imperfecta que el hombre en razón de su propia constitución, aplicando para ello la teoría de los cuatro humores y los 4 elementos. En dicha teoría, la mujer es más fría que el hombre, lo que es causa de su imperfección, y no por ser un varón deformado o mutilado, como quería demostrar Aristóteles. Idea ésta que arranca del mismo Estagirita en su De generatione animalium II, 3, y la vuelve a repetir en el libro IV, 6, y en la Metafísica, VII, 9; VII, 16, reproduciéndose en gran parte de las enciclopedias medievales y los tratados de medicina, hasta llegar a Santo Tomás, Summa Theologica, 1, quien le dará la impronta cristiana, con lo que sus ideas se repetirán en la mayoría de los textos religiosos y será asumido por la propia Inquisición, como se puede comprobar en el Malleus Maleficarum de los inquisidores Heinrich Kramer y Jaume Sprenger de fines de la Edad Media, en el cual se define a la mujer como el ser más apto para pactar con el diablo y realizar maleficios y conjuros. Para esta escuela científica, la mujer es imperfecta, y por tanto inferior al varón; pero en el mundo griego, donde se configura esta idea, nadie hablaba de la mujer como un potencial venenoso capaz de matarse a sí misma o a los que la rodeaban. Cuando este concepto de imperfección entra en contacto con la nueva filosofía cristiana que se impone en occidente y con ciertas tradiciones populares, se relacionará inmediatamente la imperfección de la mujer con la tradición bíblica de la impureza (Levítico), dando lugar a nuevas posibilidades interpretativas de las diferencias biológicas entre los dos sexos. Pero vayamos por partes. Para Aristóteles, en su intento de explicación de la generación de los animales, el esperma es un residuo del alimento que se acumula en las partes sexuales. De ahí que se produzca una debilidad después de la menor emisión de esperma, como si el cuerpo fuera privado del producto final de los alimentos. Pero si el esperma es sobreabundante puede producir una relajación, sobre todo en los jóvenes. Ese alivio se produce también porque otros residuos salen juntos con el esperma, los cuales son substancias mórbidas (Gen. An., I, 18). El esperma es, pues, la forma final del alimento elaborado, y la sangre también es un residuo del alimento elaborado, con lo que el Estagirita concluye que el esperma es sangre, o análogo a la sangre o un producto que procede de ella. Dicha sangre ha recibido una coción, diferenciándose de la sangre por su color, pero cuando no se ha producido dicha coción se expulsa sangre, como cuando se producen escesos venéreos que no da tiempo para se realice la coción (Gen. An., I, 19). La mujer al participar de menor calor en su conformación, produce unos residuos sanguinolentos. Y a eso se le llama secreción menstrual. Es, pues, evidente que la menstruación es un residuo, que tiene analogías con el semen de los hombres. Por tanto, produce un debilitamiento como en los hombres, si cabe mayor, puesto que expulsan el esperma mensualmente, con lo que no pueden crecer tanto y son mucho más débiles. Desde esta perspectiva se deduce fácilmente que no es posible la producción de dos secreciones espermáticas diferentes en el mismo ser, con lo que concluye que la mujer no contribuye a la emisión del esperma en la generación, pues, si ella emitiera esperma, no tendría menstruación. En realidad, el hecho que se produzcan menstruaciones implica que no puede tener esperma (punto de vista que continuará hasta la llegada de los textos médicos árabes: Avicena, Razés, Constantino el Africano, etc. que rebatirán dicha teoría). Así pues, es evidente que para Aristóteles la mujer contribuye a la generación dando la materia, y que dicha materia es la que constituye la menstruación, siendo el flujo menstrual un residuo (Gen. An., I, 19). La mujer se caracterizará por una impotencia: la que se encarga de operar la coción de la sangre en esperma a partir del alimento elaborado en razón de la falta de calor de su naturaleza. Así pues, al igual que en los intestinos la falta de coción tiene por resultado una diarrea, en las venas la misma causa produce los flujos sanguineos, las hemorroides y la mentruación: pues éstas son como las hemorroides, diferenciándose en que estas últimas son debidas a una enfermedad, mientras que la menstruación es natural. Cuando dichas secreciones de los residuos se hacen moderadamente, tienen sobre el cuerpo un efecto saludable, porque se produce así una evacuación de residuos que son para el cuerpo una causa de malestar. Por el contrario, cuando ellas no tienen lugar o son muy abundantes, el efecto es pernicioso: da como resultado la enfermedad, o un desvanecimiento del organismo... (Gen. An., II, 4). José Luis Canet (Universitat de València) (Extracto del artículo del Profesor Canet, Jose Luis, desde el nº 1 de la revista electrónica LEMIR) |