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1ª Edición / 196 págs. / Rústica / Castellano / Libro
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Tempus fugit, y en su transitar no pasa en vano. El escudo heráldico de la ciudad de Teruel lo recuerda a sus habitantes y a los viajeros que a ella se aproximan. Un toro pasante proclama la fugacidad de la vida, su carácter transitorio, que se cierne, también, sobre el núcleo de población anclado en un promontorio entre los ríos Guadalaviar y el Alfambra; a su amparo y protección ha crecido la ciudad y en ella han desarrollado su vida gentes de muy diversas procedencias. Del mismo modo las comunidades religiosas instaladas en Teruel, después de su incorporación al mundo cristiano tras la conquista de Alfonso II, en el lejano 1171, han dejado su huella, su impronta, como todavía en la actualidad proclaman las magníficas labores mudéjares de las torres de San Martín, del Salvador y de San Pedro, así como la obra de la Catedral de Santa María. La excelencia artística de todas ellas las ha protegido de la incuria de propios y extraños, incluso del tiempo, de la especulación urbanística y de la desgana de quienes las tuvieron a su cargo y, pudiendo evitar su desaparición y deterioro no lo hicieron. El libro que tienes entre tus manos, lector (turolense, aragonés, o quienquiera que seas) pretende rescatar del olvido la presencia de comunidades religiosas que contribuyeron a vertebrar urbanísticamente la ciudad de Teruel a lo largo de su pasado más reciente y, paradójicamente, de todas aquellas, no se conserva rastro visible alguno. Me refiero a los conventos desaparecidos. Desde Concud y Valencia, su autor, León Esteban, nos invita a visitar los lugares y los espacios en los que estuvieron asentadas las diversas comunidades religiosas entre los siglos XIII y XIX. Capuchinos, Mercedarios, Trinitarios, Carmelitas y Jesuitas hicieron partícipes a los turolenses de antaño de su percepción de la vida religiosa comunitaria, proyectaron sobre la ciudad y su entorno la actividad pastoral que llevaba a cabo la Orden. La feligresía turolense asistió a las celebraciones litúrgicas de todas ellas y en ellas reconocía un ideario, que aceptaba o rechazaba, cuyas prácticas culturales le envolvían cuando no le sobrecogían.