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De todos son conocidos nuestros gloriosos tiempos pretéritos, cuando España era la primera potencia mundial (siglos XVI y XVII). También, es inexcusable recordar la Constitución de Cádiz (1812) que, en síntesis, ya dividía nuestro país en provincias, al tiempo que las dotaba de sus respectivos gobiernos locales, a fin de defender sus intereses y promover su prosperidad. Ciertamente, el imperio español fue pionero, entre otras, en cuestiones de derechos humanos. Asimismo, bajo mi perspectiva, también protegía, sin fisuras, la premisa de la unión hace la fuerza. No obstante, la derrota en la guerra hispano-estadounidense (1898) marcaría el punto de inflexión y la dolorosa pérdida de las Antillas. A mayor abundamiento, la ocupación norteamericana de Puerto Rico perjudicaría notablemente a la isla. A la postre, EEUU permitiría que la menor de las Antillas redactara su propia Constitución (1952), aunque las limitaciones impuestas por la metrópoli afianzarían su tradicional coloniaje. En efecto, este aspecto permanece aún vigente, a pesar de la pretendida descolonización aprobada por la Asamblea General de la ONU (1960). Por lo demás, lamentablemente España no se encuentra en su mejor momento, y sorprende que persistan diversas y antipáticas provocaciones a la unidad que proclama nuestra Carta Magna. Con todo, la simpática iniciativa puertorriqueña, con su reconfortante Movimiento de Reunificación Española, contrasta la referida situación y adecúa un panorama alentador.