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1ª Edición / 844 págs. / Rústica / Castellano / Libro
Cuando, el 6 de diciembre de 1978, los ciudadanos acudimos a refrendar la Constitución, nos pronunciamos muy mayoritariamente a favor de un texto que nos sacaba definitivamente del franquismo e instauraba en España una democracia avanzada. Ello no suponía, desde luego, poner fin al proceso, sino más bien, afirmar la libertad como valor supremo y la democracia como método político. Por encima de cuestiones mal resueltas o simplemente no resueltas, de discrepancias puntuales o de concesiones conscientes, se trataba de aprobar la norma fundamental de un Estado social y democrático de Derecho. Una Constitución es el resultado de un pacto político. Y la nuestra lo fue de la manera más intensa. Recoge, para bien o para mal, el fruto de la influencia y de la fuerza que cada uno de los participantes en el pacto tienen en el momento en que éste se produce. Puede decirse, por ello, que una Constitución refleja necesariamente la realidad política del día en que se aprueba. Y la realidad política española del 6 de diciembre de 1.978 era la de un país que salía de la dictadura con la ilusión de encontrarse, de formar una realidad política y aun identitaria que no había tenido cristalización real en toda su Historia. Eso significa que la Constitución, que nace en plena transición, no es una traducción jurídica de un estado ?y probablemente tampoco de un Estado? consolidado, sino el instrumento que ha de regir el proceso de consolidación. Por eso, mientras que su parte dogmática ?que contiene una regulación de los derechos individuales realmente avanzada? posee clara vocación de permanencia, la orgánica ?donde se prevén procedimientos de creación e institucionalización, por ejemplo, de las Comunidades Autónomas? pretende más bien ser instrumental y, por consiguiente, revisable. De ahí que no proceda rasgarse las vestiduras ante las propuestas de reforma que en este momento se encuentran en el debate político o ante otras que, sin duda, vendrán.