Al referir estas reflexiones al cambio en la función de la ley penal, no he querido sino subrayar su conexión con las de uno de los más importantes politólogos alemanes, el gran maestro de la Escuela de Frankfurt, Franz von Neumann, que considero especialmente relevantes para el análisis de nuestra actual situación de crisis.
La concepción clásica de la Ley y las razones del cambio.
En efecto, al hablar del cambio en la función de la ley, Neumann analizaba los presupuestos de la teoría de la ley, tal y como se concibió durante el siglo diecinueve, para ver si eran aplicables a la situación que él vivía, la situación de mediados del siglo veinte. Y el primer presupuesto de la teoría de la ley del siglo diecinueve que tomó en consideración fue una determinada estructura social, es decir, una configuración de la sociedad como una sociedad de mercado, en la que imperaba la libre competencia y en la que regía una igualdad de oportunidades suficientemente efectiva, de modo que pertenecer a la clase obrera o a la clase empresarial representaba una situación puramente aleatoria.
Así, el hombre podía definirse de modo universal, como ciudadano, ora fuese propietario, ora simple trabajador, sin que ni una ni otra constituyesen condiciones fijas. A esa figura universal del hombre como ciudadano corresponde una determinada expresión jurídico-formal representada por las leyes generales, que lo eran tanto por su origen como por su contenido. El contenido general de las leyes, al garantizar la igual libertad de todos, parecía expresar una condición de la naturaleza. Por eso pudo decir Montesquieu que las leyes eran las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas.
A esa estructura material y a esa expresión formal correspondía, a su vez, una determinada configuración política, caracterizada por la supremacía de la nación o del pueblo, encarnada en la supremacía de sus representantes, es decir, en la supremacía del Parlamento, que se ejercía sobre el Gobierno y la Administración; pero también sobre los jueces. En esa configuración política el juez era sólo, o, al menos, debía ser solo según la expresión de Montesquieu (la boca que pronuncia las palabras de la ley).
En esa situación, sobre la que se proyecta y desde la que cobra sentido la teoría de la ley del siglo diecinueve, se producen cambios incesantes, cuyo impacto quisiera destacar en dos niveles: uno ya señalado por Neumann que, al ser más antiguo ha salido, por así decirlo, ya a la superficie del sistema jurídico y resulta visible a primera vista, con solo examinar las Constituciones modernas; y otro que, de la mano de los cambios tecnológicos, percibimos día a día y afecta al corazón mismo de los ordenamientos jurídicos de corte occidental; pero cuyas consecuencias no podemos sino vislumbrar en el horizonte.
Degradación de los presupuestos de la teoría clásica.
En el primer nivel señalaba Neumann la degradación del presupuesto material del que partía la teoría de la ley del siglo diecinueve. La situación de mediados del siglo ya pasado, como la actual, no era una situación generalizada de libre competencia, sino una situación oligopolística o tendente al oligopolio. Rico o pobre, empleado o desempleado, patrono u obrero, no eran ya, ni son ahora, condiciones aleatorias que dependan del esfuerzo individual desarrollado a lo largo de la vida; sino que, para grandes sectores de la población, son o tienden a ser situaciones fijas de las que no se puede salir. Con ello, con la degradación del presupuesto material de la sociedad regida por la libre competencia y la correspondiente degradación de la condición universal de ciudadano, se degrada la condición formal de la ley. De una parte, cada vez menos puede ser presentada como el producto de una inexistente (voluntad de todos). De otra, su contenido general se esfuma: cada vez hay menos conceptos universales, porque los conceptos jurídicos resultan ser inexorablemente normativos y los contenidos normativos ya no pueden ser compartidos por todos. En el siglo diecinueve podía hablarse, por ejemplo, de la moral o las buenas costumbres como objeto de protección, y algo así podía ser entendido de una manera unitaria por toda la sociedad. En efecto, el artículo 431 del antiguo Código Penal español, que castigaba el escándalo público, definía la conducta típica como ofensa al pudor o a las buenas costumbres y era generalmente admitido como un precepto cuya aplicación resultaba fácilmente previsible y generalmente aceptable. Sin embargo, conceptos como el de moral o el de buenas costumbres serían hoy entendidos de modos tan diferentes e, incluso, contrapuestos que a su alrededor se produciría un halo de inseguridad inaceptable y, en su mismo centro, una pugna ideológica: no pueden ser presentados ya como conceptos neutrales y, con ello, han perdido su univocidad. Y otro tanto pasa con los restantes conceptos jurídicos, aunque el grado de inseguridad y de conflicto pueda resultar menor. De manera que la estructura formal de la ley general, aquella que presuponía en el ámbito penal una taxatividad y claridad en la definición de los tipos que permitiese al juez una aplicación automática, se ha hecho prácticamente imposible.
El impacto de las Constituciones normativas.
Junto a todo lo anterior, se ha producido un cambio básico en la estructura política, de modo que el Parlamento, de ser el Poder supremo, ha pasado a ser un Poder constituido y, consecuentemente, la ley se ha degradado frente a la Constitución. Sobre el Parlamento y la ley se ha erigido la Constitución.
La ley no es ya la fuente suprema, ni contiene en sí el estatuto de las fuentes del derecho, ni, consiguientemente, es la expresión del Poder supremo. La representación popular ordinaria (el Parlamento) no puede modificar la Constitución, sino que ha de acatarla.
Como consecuencia del surgimiento de Constituciones normativas, que tratan de salvaguardar los últimos valores constitutivos de la sociedad, surge un fenómeno indeseable en el marco de la teoría política de la democracia decimonónica, que es la supremacía del juez sobre la ley. De alguna manera, puesto que la Constitución es rígida y normativa y el juez está más fuertemente vinculado a ella que a la ley ordinaria, el juez enjuicia la ley en aquellos sistemas que tienen lo que se llama un control constitucional difuso; pero también la enjuicia en aquellos países en que el monopolio del juicio de constitucionalidad se asigna a un solo órgano, a un Tribunal Constitucional, como sucede en España. Porque, pese a que sólo ese órgano supremo puede declarar la inconstitucionalidad de la ley, los Jueces y Tribunales ordinarios ya no han de obedecerla a ciegas; sino que pueden esgrimir frente a ella la duda de constitucionalidad.
De modo que todo el programa jurídico que se dedujo y sobre el que se proyectó la teoría de la ley del siglo diecinueve, la teoría de la ley general que garantiza la igualdad de derechos de todos, se ha venido abajo. El antiguo papel de la ley lo desempeña hoy la Constitución. Solo la Constitución define las condiciones básicas del sistema político. Pero, con la supremacía de la Constitución, aunque pueda resultar paradójico, la materia constitucional se ha reducido: ya no abarca la totalidad de las condiciones hipotéticas de la vida social (las relaciones necesarias que se adjudicaban a la naturaleza de las cosas) sino que se limita a establecer normativamente unos mínimos infranqueables, por debajo de los cuales resulta imposible la convivencia en libertad. Ya no esgrime como fundamento justificativo la voluntad general sino, a lo sumo, el consenso por solapamiento del que habla John Rawls o, incluso, una resignación generalizada.
Como consecuencia de todo ello, la ley queda, en gran parte rebajada a simple medida de gobierno. Y no tiene nada de particular que en todos los terrenos proliferen lo que la doctrina constitucional denomina leyes medida, una suerte de contrapunto de las antiguas leyes generales.
La repercusión del cambio sobre la Ley penal.
Pero, llegado este momento, podría preguntarse ¿en qué afecta todo eso al derecho penal?. ¿Acaso no sigue siendo cierto que el derecho penal continúa estando codificado, que sus leyes son aún relativamente fijas y su aplicación resulta todavía relativamente rígida y, por consiguiente, previsible?. Nadie podría negar que la respuesta a esas preguntas debería poder ser positiva e incluso cabe afirmar que es constitucionalmente exigible que lo sea. Pero me gustaría reflexionar un momento acerca de si el derecho penal es hoy todo lo que cree y debe ser.
Y quisiera inducir a esa reflexión a partir de algunos fenómenos que, cada vez menos, pueden considerarse anomalías.
a. La huida al Derecho penal.
En primer lugar está el fenómeno, desgraciadamente frecuente en el derecho penal de hoy de las llamadas (leyes manifiesto), que apunta a otro aún más grave, la denominada (huida al derecho penal). Ante un problema que no puede resolver, el poder político (el legislador) recurre al derecho penal y crea un tipo delictivo, por más que sepa que no va a poder aplicarse, o eleva las penas de un delito, por más que sepa que el nudo de la cuestión no está en la levedad de las penas sino, v.g., en la imposibilidad de probar la autoría. Por ejemplo, si proliferan los incendios forestales se arbitra como remedio promulgar una ley en que se eleve la pena de dichos incendios, cuando la realidad es que el problema estriba en la dificultad de descubrir a los autores. Con ello, el gobierno o el parlamento hacen un gesto, un gesto barato de cara a la población, un gesto que no tiene costes, pero que tampoco tiene más eficacia que la de una proclama. Es una ley que ni siquiera espera aplicarse, sólo manifiesta intenciones. De modo que, de alguna manera, es una ley que ya no pretende aquella generalidad de contenido y aquella aplicabilidad general de las leyes penales del siglo diecinueve, sino que persigue un objetivo completamente degradado, lo que comúnmente llamamos hacer un gesto de cara a la galería.
b. La pugna de principios.
Pero quiero llamar la atención sobre un segundo fenómeno, todavía más grave que el anterior, que es el de la pugna de principios, a la que tuve ocasión de referirme al redactar el informe sobre el proyecto del Código Penal español de 1992, y, como una consecuencia ligada en parte a dicha pugna, el de la inversión de sentido de los principios clásicos del Derecho penal. Como ejemplo básico de la pugna de principios podría citarse la existente entre la prohibición de discriminación y las exigencias dimanantes de los de proporcionalidad y legalidad. Ciertamente, los grupos que históricamente han sido discriminados tienen derecho a estar resentidos y a expresarlo. Pero, ese resentimiento se expresa a menudo en exigencias punitivas poco acordes con los mandatos constitucionales de taxatividad y proporcionalidad. Y resulta difícil, tanto para el legislador como para los jueces, no ceder, ni siquiera mínimamente, frente a esas exigencias. De modo que la pugna de principios se traduce en una presión punitiva que sobrepasa los límites de lo constitucionalmente aceptable. A ese primer fenómeno se une otro mucho más general. Las exigencias de libertad y, por consiguiente, de seguridad jurídica se transforma, en un mundo que ya no ofrece a la mayoría oportunidades de progreso, en exigencias de seguridad material. Como señalaba Denninger el centro de interés del Derecho penal se ha desplazado de la seguridad jurídica a la seguridad de los bienes jurídicos. Y ese desplazamiento provoca una suerte de inversión del sentido de los principios.
Así, por lo que respecta al principio de legalidad, ya no prevalece de hecho, por más que ocupe el primer lugar en las proclamas, su significado de garantía; sino que se pone el acento en una pretendida necesidad de castigo que, supuestamente, derivaría de él: ¡para que todos los ciudadanos sean iguales hay, según una (moderna) línea de pensamiento, que castigarlos igualmente a todos!.
Y algo parecido sucede con el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Según reza la formulación clásica del principio sólo se puede castigar allí donde haya una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico, pero. El hombre moderno no pide seguridad jurídica, sino seguridad material, y entonces el principio, por así decirlo, invierte su sentido. Ya no se trata de que se castigue solamente si hay lesión o puesta en peligro de un bien jurídico, sino de que se castigue siempre que haya lesión o puesta en peligro de algo que se estima digno de protección. Frente a esa perversión del modo de entender los principios de poco sirven las proclamaciones que de ellos se hace en los Códigos modernos. Pues, explícita o implícitamente, los principios penales están ya proclamados en la Constitución. Y si la norma más alta no es suficiente para hacerlos efectivos, tampoco va a conseguirlo el Código Penal.
c. La (flexibilidad) de la interpretación.
Pero aún hay un tercer fenómeno en que se manifiesta de modo paradigmático ese cambio en la función de la Ley Penal que estamos analizando, y es el fenómeno de lo que pudiéramos llamar interpretación flexible o (funcionalista) de la ley. Se trata de un efecto complementario de los fenómenos anteriores. Las palabras de la ley penal, que deberían ser rígidas y taxativas, cuyo sentido debiera estar muy claro y no permitir al juez adueñarse de su aplicación, son, por así decirlo, manejadas en función de las necesidades del sistema. Donde el sistema necesita castigar, se lleva a cabo una interpretación ad hoc que conduzca al castigo. Y este no es un fenómeno español, ni europeo, es un fenómeno mundial. Se manipula la ley penal para satisfacer las necesidades del sistema. No es la ley penal la que marca al sistema sus límites, sino al contrario, el sistema el que impone a la ley penal sus objetivos. El colmo de esa tendencia es la existencia larvada, propiciada, incluso, por algunos penalistas de un Derecho Penal del enemigo público. Junto a un Derecho Penal normal para la generalidad de los delincuentes, habría un Derecho Penal específico de los tenidos por enemigos públicos, llámense terroristas, narcotraficantes, o cualesquiera otros. El Derecho Penal del enemigo público se caracterizaría por ser un Derecho Penal ad hoc, discriminatorio y falto de generalidad por tanto y, consiguientemente, ayuno de garantías.
Ante estos cambios en su función, la Ley Penal está, acaba de subrayarse en Alemania, en una situación insostenible. No me atrevería a afirmar que se trate de un callejón sin salida; pero, ciertamente, se trata de una crisis muy grave.
Recapitulación y conclusiones.
Me he referido al comenzar a dos niveles de análisis de los cambios acaecidos desde la formulación de la teoría de la ley que pudiéramos llamar clásica. Pues, más allá de la crisis a que acaba de aludirse, que es la que comenzara a analizar Neumann, querría señalar otra aún más profunda, que se perfila en el horizonte. Como no puedo emplear términos precisos para describirla, permítanme valerme de una metáfora tópica en la filosofía y la literatura occidentales y, recientemente, revitalizada por Hans Blumemberg: la metáfora de la caverna. La caverna como metáfora tiene una indeleble huella platónica: es un lugar oscuro, un lugar de ignorancia y de carencia; pero, a la vez, es un lugar familiar, un lugar de seguridad donde el hombre se encuentra protegido. La caverna es el lugar que permite que la horda sobreviva y, en consecuencia, que la especie sobreviva; pero de modo tan precario e indigente que puede tornarse inhabitable. Y entonces de esa caverna hay que salir, y de ella se sale a un mundo exterior mucho más interesante, atractivo y rico; pero, sin duda, lleno de riesgos por lo que la salida implica arrostrar un peligro y puede acabar en un fracaso más o menos definitivo, en lo que Blumemberg, también metafóricamente, denomina un naufragio.
Pues bien, si recapitulamos superficialmente la historia de la humanidad, expresando sus grandes hitos por medio de imágenes, podríamos hablar de un primer momento representado por una humanidad agrícola con sociedades muy estables, organizadas rígidamente sobre la base de una división del trabajo también muy nítida, con una concepción antropocéntrica del universo expresada en diversas religiones tradicionales y un conocimiento del mundo, cuya expresión más perfecta pudiera estimarse la astronomía tolemaica, ligada enteramente a la percepción sensorial. El Derecho Penal de esa época protegía ese modo de vivir, ese entorno físico y espiritual al que acabo de denominar (caverna), erigido, no sobre fundamentos racionales, sino sobre la base de alguna fe. El manto de lo sagrado tapaba todas las dudas que pudieran formularse frente a la imagen del mundo en el que los hombres se hallaban refugiados. No puede extrañar, por tanto, que el crimen característico de esa época fuese el de herejía, el crimen de poner en cuestión la solidez del dogma que oficiaba de caverna protectora.
Pero hay un segundo momento en que esa caverna agrícola resulta inhabitable. Se sale de la agricultura, que depende del entorno natural y se ingresa en la industria, por medio de la cual el hombre es capaz de crear lo que su entorno no le proporciona. El experimento desplaza a la simple observación. Y, así, la ciencia, transformada en ciencia experimental, es a la vez técnica: sirve para concebir el mundo y también para cambiarlo. De modo que la investigación, a la que acompaña inseparablemente la duda y la resolución racional de la duda, se instala en el centro de la forma de vida de la humanidad. El hombre ya no es el centro del universo; pero es el dueño de sí mismo: su razón, y ninguna otra cosa, ha de servirle para regir su vida, esa razón que, al ser común a todos, los hace a la vez libres e iguales. Los bienes supremos son, por tanto, la libertad y la igualdad. Esos son los elementos constituyentes de la nueva caverna en que la humanidad se refugia. Se trata de una caverna muy débil, en la que la libertad se define por la pura ausencia de coacción (el atentado tópico es impedir a otro hacer lo que la ley no prohíbe u obligarle a realizar lo que no quiera), no por las posibilidades reales de ejercicio y la igualdad por la mera condición formal de persona, esto es, por un estatuto jurídico formulado con independencia de la propiedad. Y hasta tal punto se llega en ese formalismo que parece natural tratar la fuerza de trabajo como un objeto y al obrero como dueño de él, del mismo modo que el empresario lo es de los medios de producción: el castigo de la huelga como maquinación para alterar el precio de las cosas lo deja muy claro.
De esa segunda caverna salimos hace tiempo. Pues hace mucho que sabemos que la igual libertad de todos es un mito y nos hemos reducido a la garantía de unas irrenunciables condiciones mínimas; pero, la cuestión estriba en saber dónde está el mínimo de esas condiciones mínimas, si es que existe algo así como un mínimo al que no podamos renunciar. Podríamos referirnos a ese mínimo definiéndolo en términos de dignidad del hombre. La dignidad del hombre sería, pues, el criterio rector de los fines tutelares de la ley penal y, con ello, el último límite, la última frontera de la caverna a la que hemos sido arrojados. Pero la ciencia y la técnica no tienen límites y, por lo tanto, la sociedad que resulta de ellas tampoco.
Esa ausencia de límites es bien visible en muy diversos ámbitos. Así, v.g., en el de patrimonio, que al perder su corporeidad, puede consistir en un mero flujo de información o en una pura fantasía: no está ligado a nada concreto y puede ser objeto de ataques imprevisibles, de modo que garantizar mínimos de seguridad patrimonial resulta cada vez más difícil. O en el de la intimidad: ¿qué espacio reservado le queda al hombre de hoy cuando las técnicas actuales pueden poner al descubierto sus momentos más personales?. Y ¿de qué modo podrá protegérsele de las más graves injerencias si se trata de ataques que no dejan huella material alguna?. Pero, nada es comparable a lo que puede resultar de la aplicación de las ciencias biológicas y las técnicas derivadas al hombre mismo. ¿Cuánto tiempo podremos detener esa aplicación?. Y, cuando ya no podamos detenerla, ¿qué humanidad resultará de ella?. ¿Cabrá, en esa humanidad resultante, hablar de algo así como la dignidad?.
Ciertamente, no puedo terminar sino expresando una inquietud: una inquietud sobre la viabilidad de una futura ley penal que esté al nivel de lo que esperamos de ella y una inquietud por todos nosotros, en la medida en que ya no tenemos ningún lugar donde refugiarnos, salvo que seamos capaces de construirlo.
D. Tomas Vives Antón |