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Hace ya algunos años, Martha Nussbaum publicó, bajo el título "Patriotismo y cosmopolitismo", artículo que suscitó una interesante controversia en los EE.UU. Su trabajo dio lugar a una serie de intervenciones –algunas de ellas recogidas en este libro, recientemente aparecido en traducción española- en la que diversos autores muestran su conformidad o disconformidad con la tesis defendida por Nussbaum. El conjunto ofrece el interés añadido de insertarse en un debate al que se le atribuye la mayor importancia. Se trata del debate -teórico y político- acerca del multiculturalismo, la discriminación étnica y de género y las posibilidades de integración en una sociedad democrática avanzada. Nussbaum escribe para mostrar su discrepancia ante una celebrada propuesta formulada por otro conocido filósofo –Richard Rorty- consiste en la exaltación de los valores patrióticos de la nación americana como estrategia para favorecer la cohesión entre las diversas comunidades marginadas y el resto del país. Debe tener en cuenta, pues, que la defensa que hace alternativa a esta particular propuesta de integración y, también, como fuente de inspiración de un proyecto de renovación de los valores dominantes en la escuela norteamericana. En este contexto, los nacionalismos minoritarios tienden a ser considerados como una variante ciega e irracional, incluso intratable, del problema de la integración. El cosmopolitismo, por su parte, suele presentarse como la atractiva bandera bajo la que todos, sin exclusión, pueden cobijarse. Así, como ha señalado con perspicacia Will Kymlicka, el planteamiento mismo del debate ejerce una influencia perniciosa sobre la cuestión, pues aplica una conceptualización de los términos con los que la aborda que, en buena medida, le es ajena; con la particularidad de que lo hace, además, desde una posición que es cultural y políticamente hegemónica. La defensa del cosmopolitismo que llevan a cabo Nussbaum y otros en este volumen no es inocua. Muy pronto se pasa a afirmar que todo patriotismo degenera inevitablemente en patrioterismo, es decir, en formas de chauvinismo y de discriminación inaceptables. De manera que tan sólo es posible sustraerse a esa miseria declarando la superioridad moral de la ciudadanía mundial. Y para asegurar dicha superioridad moral no hay más que apelar a la idea de lealtad hacia la humanidad en su conjunto. Esta lealtad sólo admitiría alguna otra forma de atención complementaria muy básica: la debida a parientes y amigos y, en todo caso, la que pudiera concederse a los miembros y, en todo caso, la que pudiera concederse a los miembros de la comunidad más inmediata. Todo ello bajo el filantrópico lema según el cual se ha de conseguir que "todos los seres humanos se asemejen cada vez más a nuestros conciudadanos." En coherencia con esta afirmación suya, Nussbaum insiste en que el reconocimiento del lugar en que se ha nacido y de la cultura en que se ha desarrollado el individuo no tiene relevancia moral: el conjunto de las tradiciones nacionales y étnicas no sirve de una vida más buena y más justa en cualquier parte del mundo. (Tanto da que se sea judío o japonés, budista o flamenco; para todos y para cada uno ha de valer una misma "razón universal", una única manera de entender el mundo y de vivir en él). Los agradecidos lectores de otros trabajos de Martha Nussbaum –entre los que se cuenta su excelente La fragilidad del bien-, no saldrán de su asombro al conocer los argumentos que aduce a favor de su posición. Inicia su artículo con una extensa cita de Rabindranaz Tagore. Con su comentario ridiculiza –de manera quizás involuntaria- el pensamiento del sabio hindú al convertirlo en abanderado de su propio cosmopolitismo; pues Tagore ha sido no un detractor convencional del cosmopolitismo, pero sí todo un símbolo del nacionalismo más exigente y veraz. Tagore aspiraba justamente a la independencia de su pueblo; pero se afanaba porque ésta fuese real y no se confundiera con una declaración nominal con las que han consagrado la condena de tantos pueblos a la dependencia cultural, económica y política. Para ello, se imponía a sí mismo, y recomendaba a los suyos, hacer uso de algunos de los parámetros de los que se servían las potencias coloniales. Buscaba la equiparación con esos otros países, pero con el fin de asegurar de manera eficaz la diferencia. Tras su particular interpretación del pensamiento político de Tagore, Nussbaum sigue con consideraciones tan retóricas sobre las ventajas de la ciudadanía mundial que parece proponerla a los habitantes, uniformados y sin historia, de un planeta que no es éste. Termina con otra cita; ésta de Diógenes Laercio. En el texto escogido por Nussbaum se presenta a una pareja de filósofos, Crates e Hiparquia, filósofos cínicos. Entre sus hazañas se cuenta el decidido desafío de las convenciones familiares (deciden vivir juntos en contra de la opinión de la familia) y sociales (suelen copular en público). La cita no recoge un fragmento, inmediatamente anterior, en el que se describe el pintoresco y contradictorio talante de Crates. Pero de Hiparquia se retiene un triste y vacuo sofisma, con el que parece querer justificar su particular concepción de la vida. Para Nussbaum, Crates e Hiparquia constituyen un buen ejemplo de los atractivos que ofrece la superación de "los símbolos de la vida del cosmopolita no tiene porqué ser "aburrida, monótona ni carente de amor", como suponen los nacionalistas desde su pequeño mundo, acogedor y colorido. Algunos de los participantes en el debate suscitado por este trabajo le confieren mayor densidad. Se perfilan con cierta claridad dos grupos: el de los partidarios y el de los adversarios de la posición defendida por Nussbaum. Entre los primeros destaca la aportación de Amartya Sen, quien tras poner en juego algunas matizaciones de interés, replantea la propuesta de Nussbaum con la propuesta de una lealtad fundamental –no exclusiva- hacia la humanidad, que ocuparía el lugar de las muy diversas lealtades locales que se presentan como alternativa. Esa lealtad fundamental, dado que afectaría a todos los seres humanos sin exclusiones de ningún tipo, resultaría, según Sen, inobjetable. Además, comoquiera que permitiría incorporar toda una red de lealtades complementarias, no necesariamente centrada en valores occidentales, el objetivo de lograr que "todos los seres humanos se asemejen cada vez más a nuestros conciudadanos" no quedaría vacía de sentido, como lo estaba inicialmente (en el mejor de los casos). Sin embargo, el problema –planteado ahora en estos términos- es que la "multiplicidad de lealtades" no tiene porqué resultar armónica. Más bien al contrario: cabe presumir que será inevitable y profundamente contradictoria. Por lo demás, nada autoriza a suponer –como abordados dentro del marco que ofrece aquella lealtad fundamental por mucho que "no excluy(a) a nadie." Entre otras cosas, porque se puede esperar –ni tampoco sería deseable- a la constitución de un única comunidad "liberal" a escala planetaria, ni siquiera a la de una confederación de ellas. Hacerlo así sería –como ha argumentado reciente mente John Rawls al establecer la distinción entre naciones liberales y naciones decentes- ignorar algunos de los rasgos más elementales de las sociedades humanas realmente existentes. De manera más realista, otro participante en el debate, Hillary Putnam (desde la otra orilla), plantea una seria objeción a sus oponentes al observar que "sólo podemos vivir y juzgar desde el interior de nuestras herencias particulares." Es decir, que no podemos vivir –dignamente- ni podemos juzgar –correctamente- desde fuera de ellas. Con esto viene a decirse que la noción de pertenencia (nacional) tiene, sobre todo, relieve moral (en oposición a la idea sobre la que descansa el discurso de Nussbaum). A su parecer, "la lealtad a lo mejor de las tradiciones heredadas" resulta indispensable si se quiere encarar con responsabilidad una cuestión como ésta. Por ello, Putnam –que no duda en reconocerse como "americano, judío practicante y filósofo de finales del siglo XX"- se permite ironizar acerca del sentido que quepa atribuir a la expresión "razón universal" y asegura no saber en que pueda consistir "razón universal" y asegura no saber en que pueda consistir, moralmente hablando, declararse "ciudadano del mundo." Tanto Nussbaum como otros autores de este libro –sobre todo los que militan en las filas del cosmopolitismo- citan una y otra vez a Kant. Sin embargo, el autor de La paz perpetua, -habitualmente considerado como un optimista irredento por lo que se refiere precisamente a la posibilidad de una ciudadanía mundial-, fundamenta su proyecto en consideraciones que están muy lejos de las formuladas por ellos: para la realización de ese proyecto nunca se deberá partir de una voluntad ilustrada capaz por sí sola de fijar, en términos materiales, lo que es justo. "Antes de abandonarse al suave sentimiento de la benevolencia –escribe Kant- hay que asegurarse de no transgredir el derecho del otro." Es justamente de este peligro, de la más que probable transgresión de ese derecho a consecuencia de la aplicación de sus propuestas –por no hablar de su improcedencia formal- de lo que no se ocupan los adalides del cosmopolitismo. No somos nosotros los llamados a categorizar y menos aún a jerarquizar derechos en nombre de otros. Aun para el reconocimiento de los más básicos deberá solicitarse un consenso elemental y evitarse, así, una proyección mecánica de los valores propios de los pueblos "liberales." Esto es lo que implica la inexistencia de derechos absolutos. No sería, pues, deseable que afortunadamente- posible. Otra cosa es que los valores que inspiran los programas educativos en nuestras sociedades avanzadas –no sólo la americana- estén faltos de una buena dosis de sentido común. A cargo de: Vicente Raga Pujol. |