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La literatura sobre la reina Isabel I de Castilla nos proporciona una larga colección de hechos insertos en unas fechas. Una inmensa relación de proyectos cumplidos, y otros, escasos, solamente apuntados, una memoria amplia de su reinado y un relato completo de su vida pública y, también, de su vida privada. Pero no hay tanta ni pacífica claridad sobre cómo se formó esa fuerte personalidad y por qué buscó alcanzar unos objetivos que en principio sobrepasaban sus fuerzas y superaban los medios de los que disponía. Isabel, mujer y reina, afrontó los retos y las obligaciones de su vida y de su cargo siguiendo un patrón que forjó en los primeros años de su vida. De un lado, en Arévalo, en intensa convivencia con su madre y los que la rodeaban. De otro, en la Corte, donde vio mucho, escuchó bastante y ponderó sobre lo que había que admitir, compartir y lo que había que rechazar. El resto de su existencia fue poner en práctica lo vivido, aprendido y visto siendo fiel siempre a los dictados de su conciencia, a los mandatos de la religión cristiana y buscando constantemente el bien de los súbditos, del reino y de la Corona.